"Un mundo de hermanos no es un mundo de mermelada"
"Fui inmigrante, y me ignoraste; fui negro, y me despreciaste; fui mujer, y me usaste"
(Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger).-Llega la fiesta anual de San Francisco, y es una buena ocasión para que, desde su experiencia del evangelio, intentemos iluminar nuestro camino de fe.
Es difícil hablar de Francisco sin que, entre las palabras, se nos cuele una y otra vez el nombre de hermano. A él le llamamos "hermano Francisco", y de él aprendimos a llamar hermanos al sol, a la luna y a las estrellas, al viento, al aire, a nublado y sereno, al agua y al fuego, a la tierra "que nos sustenta y gobierna", al lobo y al cordero, al amigo, al bandido y a la muerte.
Nada de lo que Francisco llama hermano es inocuo o inerte. Los hermanos, todos ellos, tienen fuerza y vitalidad para el bien y para el mal, dan la vida como dan la muerte, son amistosos y hostiles. El fuego por el que Dios alumbra la noche, que es bello y alegre, robusto y fuerte, es el mismo fuego que cauteriza dolorosamente la carne en torno a los ojos enfermos del hermano Francisco, y muchas veces es sólo elemento incontrolado que devasta y que mata.
Un mundo de hermanos no es un mundo de mermelada, ni un mundo fingido, ni un mundo soñado: es el mundo real, con todas sus miserias, visto, eso sí, con los ojos de quien ha optado por amarlo, sin dejar al margen del amor ni siquiera los ámbitos más oscuros del mal.
Para un cristiano, es ésta una opción tan vieja como el evangelio de nuestro Señor Jesucristo: "Os han enseñado que se mandó: «Amarás a tu prójimo» y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestro enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos".
A sus hermanos se lo recuerda Francisco con insistencia de madre y claridad de maestro: "Dice el Señor: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, y orad por los que os persiguen y calumnian. Ama de veras a su enemigo el que no se duele de la injuria que le hace, sino que arde interiormente, por el amor de Dios, a causa del pecado que hay en su alma. Y muéstrele su amor con obras". "Estemos atentos todos los hermanos a lo que dice el Señor:
Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian, pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo al que lo traicionaba, y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron. Son, por tanto, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte, y debemos amarlos mucho, ya que, por lo que nos hacen, obtenemos la vida eterna".
Un mundo de hermanos es el que vio Jesús de Nazaret desde lo alto de la cruz en que lo habían levantado: "Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen". Eran hermanos de antiguo, pues todos tenían el mismo Padre. Son hermanos para siempre, pues a todos los mantiene en la fraternidad el amor que los perdona.Y quienes se acerquen sin prejuicio al Cántico de las criaturas intuirán que allí el amor de Francisco hace eco al amor de Jesús crucificado: "Loado seas, mi Señor, por los que perdonan por tu amor, y sufren enfermedad y tribulación".
Un mundo de pequeños:
"Pequeños" son, según el evangelio, los necesitados de la tierra, conforme a la palabra del Rey: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hicisteis".
Esos "más pequeños" de los que Jesús hablaba, quedaron identificados para siempre en su evangelio, no como gente buena o mala, no como creyentes o ateos, no como dignos o indignos de ser atendidos o de ser amados, sino como gente que tiene hambre, que tiene sed, que carece de vestido, que conoce de cerca la soledad, que sufre.
Para ti y para mí, responsables de nuestra vida y de nuestro tiempo y de nuestras opciones, las palabras del juicio que el Rey pronunciará en aquel día sobre nuestra vida harán referencia a los "pequeños" con los que nos hemos encontrado: Fui inmigrante, y me ignoraste; fui negro, y me despreciaste; fui mujer, y me usaste; me morí de sed en el desierto mientras tú te preocupabas sólo de ser feliz; grité mi angustia en la valla de agua que me separaba de ti, y dejaste que me ahogase; me morí de sufrimiento y vergüenza mientras profanaban mi cuerpo, y tú disfrutabas con aquella profanación; fui vendido como esclavo, y no moviste un dedo para liberarme; fui clandestino, y me denunciaste para quedarte con el ajuar de mi miseria; fui parado y me engañaste para sacarle provecho a mi necesidad...
Francisco lo entendió: no serán los grandes quienes con su grandeza pongan justicia en la vida de los pequeños; sólo quien se hace pequeño puede acercarse a otro pequeño; sólo un mundo de pequeños es capaz de dulzura y de dicha: "El Señor me dio a mí, el hermano Francisco, el comenzar de este modo a hacer penitencia: pues, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos; pero el Señor mismo me llevó entre ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de ellos, lo que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después de un poco de tiempo, salí del mundo".
Alguien ha querido recordarme que "por la caridad entra la peste". Francisco le diría: No, hermano mío, por la caridad entra en tu vida "la dulzura del alma y del cuerpo", entra la delicadeza para no ofender con tu presencia al apestado que cuidas, entra la dicha de ser hombre y de ser libre frente a la enfermedad, al dolor y a la muerte.
Por eso Francisco se hizo hermano de todos y pequeño entre todos, para ser libre y amar.
Conclusión:
Ver el mundo con los ojos de Jesús o de Francisco, no es obligatorio pero es hermoso, es humano, muy humano, tanto que es divino.
La mirada de quien ama es la única que puede rescatar al que, bueno o malo, creyente o ateo, digno o indigno, necesita que le acudamos.
RD
Déjate ‘apestar'.
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