Sunday, January 08, 2012

Comentario al Evangelio del Domingo 08 de Enero del 2012



José María Vegas, cmf

La Epifanía, esto es, la manifestación de Dios en la humanidad de Jesús, que empieza con su nacimiento y continúa con la adoración de los Magos de Oriente, se completa ahora con su aparición pública, “cuando llegó de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán”. Marcos narra estos acontecimientos con gran concisión, y nos obliga a mirar a lo esencial de los mismos. Jesús no elige para el comienzo de su actividad pública el Templo de Jerusalén, sino el desierto; no se manifiesta ligándose a los actos de culto oficial, sino al profetismo, inesperadamente renacido en torno a Juan el Bautista. De esta manera, Jesús reivindica la experiencia religiosa originaria de Israel del Éxodo, y la expresión más genuina de esa religiosidad, el profetismo. Pero esta reivindicación, lejos de tener el más mínimo viso de nacionalismo, es, al mismo tiempo, la elección de la “liminidad”: Jesús se sitúa en los márgenes, en la frontera y en los espacios abiertos, allí donde existe disposición para acoger la novedad de Dios. Algo que será difícil de encontrar en los centros de poder político y religioso, representados por los descreídos saduceos y por los fariseos, demasiado seguros de sí y de su propia justicia. Juan, el profeta de la última hora, que habita en la marginalidad del desierto y llama a la conversión, representa exactamente todo lo contrario. Vive en la apertura y en la esperanza. Lejos de afirmarse a sí mismo, se define más bien como un “no-ser”: no es ni el Mesías, ni Elías, ni el profeta. Toda su existencia es signo y función de Jesús, “el que viene detrás de mí, pero es mayor que yo, el que bautizará con Espíritu Santo”. Frente a la seguridad de los solemnes ritos oficiales, Juan práctica el sencillo rito de purificación con el agua, que expresa el reconocimiento de la propia imperfección y la disposición y la apertura a algo nuevo, mejor y definitivo.


Es en este contexto de apertura, conversión y marginalidad en el que hace Jesús su aparición pública. En contraste con el “no-ser” de Juan, Jesús es el que es, el que había de venir, el Mesías. Pero su manifestación no consiste en un acto de autoafirmación que dice de sí “yo soy”, sino, al contrario, en el sometimiento al rito de purificación bautismal por el agua. Jesús se muestra así hermano de sus hermanos que, sin tener pecado, sufre las consecuencias del pecado, es más, toma sobre sí el pecado del mundo. Al someterse al bautismo provisional de Juan, Jesús afirma su plena identidad con nosotros, los seres humanos; expresa que su encarnación no es una mera apariencia, o algo que no toque su ser en lo más profundo. Por eso, el Bautismo de Jesús forma unidad con la celebración de la Navidad y de la Epifanía, y las completa: es la revelación de Dios en la carne, en plena identidad y solidaridad con los hombres, con todos los seres humanos. La carne, en su concreción y en su debilidad, nos hermana a todos en una universalidad abierta que supera toda barrera nacional, ideológica o religiosa. Como nos recuerda Pedro en el texto de los Hechos, es precisamente en esta carne donde queda claro “que Dios no hace distinciones, acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”, y que si su palabra se ha enviado a los israelitas, la paz que esa palabra anuncia es para todos, puesto que Jesucristo es “el Señor de todos”.


Y es precisamente ahí mismo, en ese acto de humillación y solidaridad con su pueblo y con todos, en donde empieza a cumplirse la profecía de Juan: el Espíritu Santo desciende sobre Jesús y la voz del Padre revela su verdadera identidad: “Tú eres mi hijo amado”. No hay contradicción entre Dios y el hombre, pues el mismo hijo del hombre, Jesús, es el Hijo de Dios, y en la debilidad de la carne se manifiesta la salvación. Dios elige a Jesús, su predilecto, porque se ha hecho uno con nosotros, de modo que todos, que somos de su misma carne, podamos participar de la filiación y la predilección de Dios.


Al contemplar a Jesús, bautizado por Juan como hombre y revelado por la voz del Cielo como Hijo de Dios, comprendemos que en él se realiza la plena y definitiva alianza de Dios con la humanidad profetizada por Isaías: “te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones”. Entendemos también cuál será su estilo mesiánico: no el poder, sino el servicio, no la imposición violenta, sino la restauración, la sanación, la liberación. Jesús no rehúye el encuentro con los pecadores, sino que busca su compañía, el contacto con los impuros para “encontrar al que está perdido” y “sanar a los que están enfermos”; no es un puritano dispuesto a acabar con el pecado y la imperfección a cualquier precio, en un afán destructor, sino que, por el contrario, sus designios son de recreación y rehabilitación: “La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará”, ese será su forma de implantar el derecho en la tierra.


El fácil entender que en el Bautismo de Jesús hay latente una profecía de su muerte y resurrección. Al tomar sobre sí el pecado del mundo, Jesús acepta también las consecuencias del pecado, ante todo, la muerte. El sumergirse en las aguas del Jordán es todo un símbolo de su entrega por amor hasta la muerte. Pero el poder del Espíritu que se manifiesta sobre Él al salir de esas aguas habla de su triunfo sobre la muerte: en la fragilidad de la carne es confirmado por Dios como Hijo.
Nosotros hemos sido bautizados no sólo con el bautismo de agua de Juan, sino con el Bautismo del Espíritu Santo, por el que nos hemos sumergido en el misterio de la muerte y de la resurrección del Hijo de Dios, nacido en una carne como la nuestra. Esto significa que también nosotros tenemos que estar dispuestos a hacer la experiencia del desierto, a elegir el camino de la marginalidad y del servicio, a renunciar a la destrucción y la violencia, a ensayar la apertura de Dios, que no hace acepción de personas, a tratar de pasar por este mundo, como Jesús, haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, por cualquier forma de mal. Bautizados en el bautismo pascual de Jesús y ungidos con su Espíritu, también nosotros podemos escuchar la voz que baja del cielo: “(también) tú eres mi hijo amado, mi hija amada, el objeto de mi predilección”. Esta es nuestra más profunda y auténtica identidad, que sólo en comunión con Jesús de Nazaret, ungido con la fuerza del Espíritu Santo, podemos descubrir.


Ciudad Redonda

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