Dicen que una vez llegó un profeta a un pueblo y comenzó a predicar en medio de la plaza central. Al comienzo, mucha gente escuchaba con atención sus llamados a la conversión y se sentían impulsados a volverse a Dios por la voz de este profeta. Pero pasaron los días y el profeta seguía anunciando su mensaje con la misma fuerza, aunque el público había ido disminuyendo poco a poco. Cuando había pasado algo más de un mes, el profeta seguía saliendo todos los días a la plaza del pueblo a predicar su mensaje, aunque todos los habitantes del pueblo estaban ocupados en otras cosas y nadie se detenía a escuchar su palabra. Por fin alguien se acercó al profeta y le preguntó por qué seguía predicando si nadie le hacía caso. Entonces el hombre respondió: “Al principio, predicaba porque tenía la esperanza de que algunos de los habitantes de este pueblo llegaran a cambiar; esa esperanza ya la he perdido. Pero ahora sigo predicando para que ellos no me cambien a mi”.
En abierto contraste con lo que el texto de san Lucas dice al comienzo de este pasaje: “Todos hablaban bien de Jesús y estaban admirados de las cosas tan bellas que decía”, la narración da un vuelco repentino y comienza a mostrar la agresividad de la gente hacia la predicación de Jesús: “Se preguntaban: –¿No es este el hijo de José?”. Tanto que Jesús mismo toma la iniciativa y expresa las reservas que el pueblo tiene frente a su palabra: “Seguramente ustedes me dirán este refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Y además me dirán: ‘lo que oímos que hiciste en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu propia tierra’. Y siguió diciendo: –Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra”. Después, hizo referencia a dos casos muy conocidos en el Antiguo Testamento en los que aparece una preferencia de parte de Dios por manifestarse a los hijos de pueblos distintos a Israel: El primer caso es el de Elías, que fue enviado a una viuda de Sarepta, cerca de la ciudad de Sidón, es decir, territorio extranjero (1 Reyes 17, 1-24); y el segundo caso es del profeta Eliseo, que no curó a ningún leproso israelita, habiendo tantos en su tiempo, sino a Naamán, el sirio, también un extranjero (2 Reyes 5, 1-19).
Esto provocó una reacción violenta de la población que estaba reunida en la sinagoga para el culto de los sábados. “Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enojaron mucho. Se levantaron y echaron del pueblo a Jesús, llevándolo a lo alto del monte sobre el cual el pueblo estaba construido, para arrojarlo abajo desde allí. Pero Jesús pasó por en medio de ellos y se fue”. Desde luego, eso de que ‘pasó por en medio de ellos’ no debió ser como cuando le hacen una calle de honor al obispo que llega a un pueblo perdido de nuestra geografía. Sencillamente, no dejó que lo arrojaran por el barranco abajo y, seguramente, sacudiéndose el polvo de sus pies, se fue del pueblo, como más tarde enseñó a sus discípulos: “Y si en algún pueblo no los quieren recibir, salgan de él y sacúdanse el polvo de los pies, para que les sirva a ellos de advertencia” (Lucas 9, 5).
Como Jesús, nosotros también tenemos el peligro de ser rechazados por predicar lo que nos propone el evangelio. Pero no podemos claudicar frente al rechazo. Como el profeta con el que comenzábamos, habrá que seguir anunciando el perdón, el amor y la paz, aunque todos nos vuelvan la espalda. Si no es para que los demás cambien, por lo menos para que ellos y sus costumbres, no terminen por cambiarnos a nosotros.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
RD
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