Friday, March 15, 2013

El nuevo papa Francisco emprende “un camino de fraternidad”


ANTONIO PELAYO, corresponsal de Vida Nueva en ROMA

La tarde era desapacible: viento y lluvia se abatían sobre Roma, pero, a pesar de esa inclemencia climática, miles de personas comenzaron a congregarse en la Plaza de San Pedro desde primeras horas de la tarde. Todos los ojos clavados en la chimenea de la Capilla Sixtina esperando la fumata.


Separados del mundanal ruido, los 115 electores votaron por cuarta vez a partir de las cuatro y media de la tarde sin conceder la mayoría de los dos tercios a ningún cardenal. Resultado negativo que se transformó en positivo al votar por quinta vez: el cardenal Giovanni Battista Re se dirigió al cardenal Jorge Mario Bergoglio y le hizo la solemne pregunta: “¿Aceptas tu elección canónica para Sumo Pontífice?”. “Sí”, fue la respuesta escueta. “¿Cómo quieres ser llamado?”. “Francisco”, respondió el purpurado argentino de 76 años.


Minutos después, una densa humareda blanca se dibujó en la noche romana y el delirio se apoderó de todos los presentes. Eran las 19:07 horas de la noche.

Más de una hora después, se descorrían las blancas cortinas de la loggia del Aula de las Bendiciones y aparecía el cardenal Jean-Louis Tauran: Anuntio vobis gaudium magnum, proclamó con voz algo trémula. Habemus Papam, fueron sus siguientes palabras. Eminentissimun ac Reverendissimum Dominum Georgium Marium Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Bergoglio –momentos de estupefacción en la multitud– qui sibi nomem imposuit Franciscum (“Os anuncio una gran alegría. Tenemos papa: el eminentísimo y reverendísimo señor Jorge Mario, de la Santa Iglesia Romana, Cardenal Bergoglio, que se ha impuesto el nombre de Francisco”).

Desde diversos ángulos de la plaza, llena hasta abarrotarse, se alzaron las banderas albicelestes de Argentina, la nacionalidad del nuevo papa, y comenzaron a oírse vítores. Muchos latinoamericanos se felicitaban porque, por primera vez en su historia, la Iglesia católica iba a estar regida por un hombre llegado del “continente de la esperanza”.

Pasaron algunos minutos más, que a muchos se les antojaron demasiado largos, y por fin apareció la blanca silueta del sucesor de Benedicto XVI: un anciano de 76 años, jesuita, amante de los pobres. A su alrededor, algunos cardenales, y, como hicieron sus dos antecesores inmediatos, dirigió unas palabras a la multitud agolpada ante sus ojos y a la que, a través de las radios y televisiones de todo el mundo, estaba “enganchada” con el Vaticano.




Del ‘fin del mundo’


“Queridos hermanos y hermanas. Buenas tardes”, fueron sus primeras y desarmantes palabras. “Sabéis –continuó algo emocionado– que el deber del cónclave era dar un obispo a Roma; parece que mis hermanos cardenales hayan ido a buscarlo al fin del mundo… pero estoy aquí. Gracias por vuestra acogida”, dijo entre sonrisas, mientras las gentes le acariciaban con sus oleadas de aplausos y saludos.

Ya fue posible observar su austeridad en el vestir: una sobria sotana blanca, una cruz de plata sobre el pecho; no se había puesto la muceta de terciopelo rojo orlada de armiño que utilizaron Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger en similares circunstancias; tampoco la solemne estola pontifical.

“Quisiera hacer antes de nada –prosiguió– una oración por nuestro obispo emérito Benedicto XVI”, y aquí la salva fue atronadora. “Recemos todos juntos por él, para que el Señor lo bendiga y la Virgen le custodie”. Cuando amainó la fronda de la Plaza, inició el rezo del Padre Nuestro y, seguidamente, un Ave María.

“Ahora comenzamos un camino –dijo con unos tonos que recordaban a Juan Pablo I, el papa Luciani–, el obispo y su pueblo, un camino de fraternidad, de amor, de confianza entre nosotros. Recemos siempre los unos por los otros. Recemos por todo el mundo, para que se realice esta gran fraternidad”.

“Y ahora querría daros la bendición –dejó caer casi con timidez–, pero antes, antes, quiero pediros un favor: antes de que el obispo bendiga a su pueblo, os ruego que pidáis al Señor que me bendiga: la oración del pueblo pidiendo la bendición para su obispo. Hagamos en silencio esta oración”. Arrodillándose, permaneció –y con él toda la plaza– algunos segundos en silencio, un silencio impresionante, cargado de intensas emociones.

Llegado al momento final, Francisco, ya con la estola papal, impartió su primera bendición urbi et orbi y se despidió de todos: “Hermanos y hermanas, os dejo. Gracias por vuestra acogida. Rezad por mí, hasta pronto. Mañana quiero ir a rezar ante la Virgen para que custodie a Roma. ¡Buenas noches y buen descanso!”, fueron sus últimas palabras, medio ocultas por las notas del himno pontificio.

Un nuevo estilo, sin duda alguna, presagio de todos esos cambios que necesita la Iglesia católica de hoy y que este nuevo papa no va a tardar en provocar.


Vida Nueva

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