JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | Está claro que no habrá reformas doctrinales de envergadura en el magisterio del papa Francisco. Aviso de caminantes. Quienes, desde orillas alejadas, valoran hoy sus gestos de cernanía, no han de esperar, para no sentirse defraudados, cambios copernicanos en temas de disciplina eclesiástica, moral sexual o bioética. Eso sí, acentuará la moral social.
Es verdad que primará la misericordia entrañable del pastor ante casos de dolor y no la frialdad del erudito teólogo o canonista. Francisco es heredero de Juan Pablo II. Los cambios no serán cosméticos, pero tampoco seguirán la agenda de la opinión pública y publicada.
Trabajará por una Iglesia austera y alejada del poder. El boato romano que aleja a muchos, la liturgia fría y de celofán, el ‘rubricismo’ tan de moda quedarán en los museos de donde no debían haber salido. El protocolo con resabios bizantinos y con ribetes de cortes decimonónicas dará paso a la sencillez, y quedarán desterrados los títulos de eminencias por los de hermanos.
“Hábleme de tú, como solemos hacer los jesuitas”, le dijo a los pocos días de su elección al padre Nicolás, prepósito de la Compañía de Jesús. Y esto es ya aire fresco en el casticismo clerical de tanta cerviz agachada y tanto pasillo folletinesco en las logias vaticanas.
Respetará siempre las decisiones del César, pero nunca se doblegará por intereses que no sean la justicia y la verdad. En ese sentido, propiciará una Iglesia más profética que estratégica. No es un caudillo latinoamericano ni un diplomático europeo. No se espere de él más palabra que la de la misericordia. No hará grandes cambios, pero sí va a abrir las puertas para que se lleven a cabo. Como Juan XXIII hizo en pocos años.
Habrá una clara apuesta por la colegialidad episcopal. La misión de cada obispo en su diócesis había sido sustraída en los últimos años por un centralismo vaticano que había hecho de las diócesis sucursales romanas, negando un principio eclesiológico muy viejo: el de la Iglesia local en donde está la Iglesia entera, presidida por el obispo en el amor. Y ya ha empezado a hacerlo.
Se presentó el primer día como obispo de Roma y puso a su lado al cardenal vicario de la Ciudad Eterna. Y en eso se avanzará sobre la teoría, muy clara en la eclesiología de Ratzinger, pero no en la práctica, por falta de experiencia pastoral.
Su elección ayudará, sin duda, a un cambio geoestratégico global. Ya no es Europa quien gobernará la fuerza espiritual más grande del mundo, con su derecho, su teología, sus ritos y su pensamiento. El Sur y el Norte derribarán su muro, como el que se derribó entre el Este y el Oeste europeo con Wojtyla. Es una manera nueva de ver las cosas. Son los aires de “la otra parte del mundo”.
Y esto quedará claro en alguien que nació en un país alejado, se formó en la Europa de los años posconciliares y forma parte de la Compañía de Jesús, una orden que siempre estuvo en los márgenes de la pobreza, de la ciencia, de la espiritualidad, de la cultura. Apoyará una diplomacia entendida como colaboración en el bien común, pero también para despejar los obstáculos que pueden encontrarse para evangelizar o en donde está perseguida la Iglesia. De ahí que la elección de secretario de Estado sea una medida que habrá de adoptar que se espera con mayor interés.
Una tarea que se hace urgente, y que el nuevo Papa abordará con seriedad, será la de restablecer la comunión fragmentada. El diálogo ecuménico e interreligioso está bien marcado por su predecesor. Él seguirá sus pasos, bien dados y con certeza.
No así la comunión en el interior de la misma Iglesia. El papa Bergoglio tiene el reto de acercar a muchos grupos a la comunión, aunque tenga que dejarse pelos en la gatera. No solo con los seguidores de Lefevbre; también otros tantos en comunidades populares latinoamericanas. Y urgente es hacerlo en países como Austria y Alemania, o incluso en los Estados Unidos, en donde las Iglesias se están viendo zarandeadas por la división que raya lo cismático.
Su perfil conciliador lo hará ser un hombre de puentes y diálogo, pero con la firmeza de la que hablan sus diocesanos porteños. Su doctrina es el Vaticano II en la genuina idea de comunión eclesial. No puede ser esta una Iglesia en la que los nuevos movimientos concedan patentes de eclesialidad y se adueñen de la viña. Tienen su misión, pero no “toda” la misión. Tarea que le va a costar disgustos. “Este es un hombre de parroquias y de tierra de nadie”. Me lo decía el otro día un laico bonaerense.
Su pertenencia y su forja en la escuela de san Ignacio será un valor importante. Jesuitas los hay de “Ignacio, don Ignacio y de san Ignacio”. Bergoglio es de estos últimos, y sus disgustos tuvo con el P. Arrupe y algunas decisiones en América Latina, pero ahora es el momento de restañar viejas heridas. Su formación jesuítica aportará algo importante a la Iglesia: el don del discernimiento, tan necesario y tan urgente.
Encontraremos más a un pastor que a un teólogo. No quiere decir esto que no esté interesado por la teología. Es un papa monje, no un papa teólogo; un papa listo, pero no erudito; un papa reformador, no un papa reformista. En una época de teología más europea, instalada en los aledaños de Roma, ha llegado la hora de bucear nuevas perspectivas. Admite teologías abiertas, pero prefiere las de cabecera. Suceder a un papa teólogo es difícil.
El pueblo sencillo lo querrá. Se lo ha metido en el bolsillo. Cuando la credibilidad de la Iglesia hace aguas, es importante. Nos jugamos mucho. Es bueno este aire; es necesario y es soplo del Espíritu.
Vida Nueva
No comments:
Post a Comment