A la espera de fumata blanca, unos reporteros ensayaban titulares para el día siguiente. ¿Viene de Milán, de Boston o de Manila”? ¿Será Gregorio como los Grandes o León como los Magnos? La voz del camarlengo les desconcertó. ¿Era el nombre del cardenal emérito de Buenos Aires? La aparición del Padre Bergoglio -así quería que lo llamasen de arzobispo- aumentó la sorpresa. El nuevo obispo de Roma y sucesor de Pedro, que se llamará Francisco, frustra las expectativas mediáticas presentándose sin formalidades.
Así fue la aparición del cardenal Jorge Bergoglio como obispo de Roma en el balcón de la Plaza de San Pedro: sin teatralidad, sin ensayar, sin discurso precocinado, ni en latín, ni en retórica curial. Unos segundos en silencio, con las manos caídas tímidamente. Después un simple “buenas tardes” y... “Ya veís lo que han hecho mis compañeros cardenales, trayendo para obispo de vuestra ciudad a alguien del otro extremo del globo”. La muchedumbre no acababa de caer en la cuenta hasta que, antes de bendecirla, pidió que le bendijese a él el pueblo. De pronto, se hizo la luz en la conciencia histórica: acabábamos de cruzar el umbral del siglo: de Benedicto a “Bendecido”...
Desde la fumata blanca, antes de desvelarse su rostro y escuchar el nombre, esperábamos sus primeras palabras, pero él nos invitó al silencio. Enfocaban las cámaras y aguardaban las televisiones la primicia del gesto emblemático; pero él, sin gesticular, renunció a la puesta en escena y convocó al rezo pidiendo porel Papa emérito Benedicto. Entonó el Padre Nuestro en italiano a coro con la multitud. Esperaba el pueblo romano y la muchedumbre internacional la primera bendición, pero él pidió ser bendecido primero por el pueblo y por el mundo. La imagen no casaba con las quinielas barajadas durante la semana. El jesuita argentino que, como obispo romano, ha querido llamarse Francisco, con la sobriedad de su primera aparición en público, estaba dando todo una lección en la línea del Poverello de Asís: sencillez, silencio y reforma.
Unía así la herencia de sus predecesores, Juan XXIII y Pablo VI, a la vez que proseguía la línea reformadora del Concilio Vaticano II. Fue corto su ministerio, pero le dio tiempo para reformas, como prescindir de coronarse con la pesada tiara. Le sucedió el cardenal de Krakovia, Karl Woijtila, que también eligió llamarse como él, esta vez Juan Pablo II. Al cabo de los largos años de pontificado, algún medio irónico bromeó: en vez de llamarse Juan Pablo II, merecería ser Pío XIII, por su impulso de la corriente de vuelta a la restauración de antiguo régimen de los días preconciliares. Con Joseph Ratzinger retornó la modesta apariencia. Nos preguntábamos por qué no se llamó Juan Pablo III, sino Benedicto XVI. ¿Sería que su estilo de buen liturgista y serio teólogo evocaba el ora et labora de la regla de San Benito? Luego resultó que el nombre se acoplaba mejor con su sintonía ante los sufrimientos de Benedicto XV, el Papa que tanto sufrió de 1914 a 1922, por no poder contrarrestar el avance de los fascismos en Europa y de los antimodernismos en la Iglesia. Benedicto XVI, también ocho años de pontificado como su homónimo, ha padecido tanto o más que él a causa de las críticas de fuera y las intrigas de dentro. Pero ha logrado lo que aquél no pudo: con su renuncia ha sentado un precedente reformador. Francisco, el argentino hijo de emigrantes italianos, ha iniciado su ministerio recogiendo educada y cristianamente el testigo de Benedicto y rezando el Padre Nuestro al unísono con él, con la diócesis de Roma y con la Iglesia universal.
Francisco, que ha comenzado rezando por Benedicto, nos sugiere con su modo de presentarse, que recoge el testamento transmitido en vida por su predecesor. El Papa emérito Benedicto quería un sucesor con fuerza para llevar a cabo las reformas, de las que él dio el primer paso con su renuncia. Cuando Benedicto anunció su cese en el encargo de pilotar la barca de Pedro, la noticia se transmitió como “dimisión”. Al día siguiente la prensa se corrigió y habló de “renuncia”. Los periódicos japoneses, acostumbrados al uso de honoríficos imperiales, dijeron que era “descender del rango”. En realidad, la palabra exacta era el “relevo”. Benedicto desacralizó el papado y desmitificó la exageración de que el Papa fuera vitalicio, lo que no había conseguido hacer Pablo VI cuando fijó la jubilación de obispos a los 75 y de cardenales a los 80. Al despedirse en el relevo con la sobriedad que lo hizo, Benedicto estaba convirtiéndose a la sencillez evangélica que hoy prolonga Francisco.
Cuando los reporteros se disponían a teclear los titulares del primer mensaje, Francisco se ha inclinado sobre el micrófono para iniciar el silencio orante, como un director de ejercicios espirituales antes de proponer los puntos de meditación. Pero ha sido un silencio significativo y explosivo. Muy significativo: que el pueblo bendiga al Papa antes de recibir su bendición. Y, para que el pueblo bendiga al Papa, que el pueblo ore para ser bendecido por Dios y poder así bendecir al Papa. Muy explosivo: que, en vez de la eclesiología piramidal y el pontificado feudal, se conciban los ministerios en la iglesia como servicio a un pueblo de hermanas y hermanos que, a su vez, se ponen al servicio de la familia universal de hombres y mujeres de buena voluntad. El Padre Jorge Bergoglio que, desde sus días como Maestro de Novicios y formador de sus compañeros jesuitas, inculcó el lema ignaciano: “en todo amar y servir”, ha anticipado en su primer saludo como Papa la puesta en práctica de la reforma que pidió el Concilio Vaticano II en laConstitución sobre la Iglesia.
Se debatían en el aula conciliar, antes de las votaciones, las enmiendas a este documento fundamental. Una intervención del entonces cardenal Montini, luego Pablo VI, hizo resaltar el giro de ciento ochenta grados que supone la reforma de la iglesia, por contraste con el triunfalismo de la iglesia postridentida y decimonónica. Al cardenal de Milán le parecía presuntuoso decir que la iglesia es luz para el mundo y abogó por una iglesia humilde semper reformanda. La luz es Cristo, dijo, y la iglesia intenta ser espejo que refleje y transmita esa luz, pero el espejo se ensucia y hay que limpiarlo. El resultado fue que ese documento comenzase con las palabras Lumen gentium: luz de las gentes es Cristo, a reflejarla aspira la iglesia “señal e instrumento de la unidad de todo el género humano”. Es esperanzador para la Iglesia y para la humanidad que Francisco apueste también en la misma línea por esa limpieza del espejo.
En la frontera
Juan Masiá S.J.
El País
Juan Masiá S.J.
El País
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