Thursday, March 21, 2013

Mociones y reflexiones de un jesuita ante la elección del papa Francisco



El miércoles 13 por la tarde varios compañeros de mi comunidad esperábamos con ansia la salida al balcón del Cardenal Protodiácono. Cuando escuchamos el nombre del padre Bergoglio reaccionamos con sorpresa, silencio, perplejidad, incomprensión. Ante nuestros ojos, la pantalla del televisor nos mostraba un hecho que nunca se ha dado en la historia de nuestra Compañía. Durante los minutos que pasaron hasta que el papa Francisco se asomó al balcón, empezamos a pronunciarnos sin saber bien qué decir. Los gestos del recién elegido acabaron de desarmarnos. La cena posterior nos ayudó a ir poniendo palabras a esta novedosa y anómala situación. Imagino que ésta ha sido una experiencia común entre nosotros.


He pensado mucho estos días en unas palabras de Benedicto XVI en la audiencia a nuestros compañeros durante la Congregación General 35: «Como en varias ocasiones os han dicho mis antecesores, la Iglesia os necesita, cuenta con vosotros y en vosotros sigue confiando, particularmente para alcanzar aquellos lugares físicos y espirituales a los que otros no llegan o encuentran difícil hacerlo» (Alocución de Benedicto XVI a la CG 35, 2). Ésta constituía la renovación de nuestro envío a las fronteras. Ante lo sucedido, me pregunto dónde están hoy estas fronteras. ¿Y si, con la elección del nuevo papa, el Señor estuviese queriendo que descubramos, tal vez, la franja que se ha trazado en el interior de la Iglesia? He crecido en una Iglesia y una Compañía donde he percibido en ocasiones esta línea divisoria:
 progres/carcas, izquierdas/derechas, avanzados/conservadores, vanguardia/retaguardia, en los márgenes/en el centro, fuera/dentro. ¿Habrá hecho el Señor que volvamos nuestra mirada a esta frontera para ayudarnos a crecer en armonía? ¿Será este acontecimiento la indicación de un lugar al que hoy otros tienen difícil acceso espiritual? «Pacificar desavenidos» es también lo nuestro, ¿no? Me consuela mirar esta carambola histórica como una frontera que quizá nosotros no hemos sabido intuir o que sólo barruntábamos.


Desde que entré en la Compañía he escuchado que la genialidad de las Constituciones se encuentra en que nuestra verdadera regla es «la interior ley de la caridad y el amor que el Espíritu Santo escribe en los corazones» [Const 134]. Y muestra de ello sea, tal vez, la osada flexibilidad de san Ignacio para mandar algo y, a continuación, añadir que se ha de cumplir y adaptar según «tiempos, personas y lugares». Con fe en que la inspiración de Dios se encuentra en la elección del cardenal Bergoglio, me gusta confiar en que el Espíritu nos ha ofrecido la mejor lección ignaciana: ha roto nuestra regla, voto, norma, historia y tradición jesuítica por la mayor gloria de Dios en este tiempo, persona y lugar. Pienso que a todos, jesuitas y no jesuitas, esta decisión nos ha descolocado. Me consuela experimentar que Dios es imprevisible.

No he conocido al actual papa Francisco más allá de referencias oídas a lo largo de estos años de jesuita. Antes de la elección todos esperábamos que muchos medios se apresurasen a  publicar la ‘porquería’ de cualquiera que fuese el elegido, hubiese en ello verdad o no. Por el contrario, para otros medios, lo esencial era mostrar una trayectoria vital del nuevo papa impoluta e inmaculada. Todo ello se está dando. Pienso que es una falacia espiritual buscar itinerarios lineales de las personas, sin quiebros ni equivocaciones –en ocasiones grandes–. ¿Quién de nosotros no puede decir «a mí me han tratado con misericordia a pesar de mis grandes errores y limitaciones»? Me importa poco la historia anterior del pontífice, porque confío en que la acción de Dios se lleva a cabo a través de la opacidad de las mediaciones. Somos pecadores ¿no?, pero también llamados y amados. He leído hace no mucho que «solo aquel que haya descendido a los propios infiernos y haya muerto y resucitado con Cristo, solo él podrá cantar el pregón pascual […] narrando su propia vida como historia de salvación»[1]. Me consuela intuir que quien nos guía a partir de ahora es un hombre pobre, limitado, con grandes aciertos y grandes errores. Seguro que Dios conducirá así a la Iglesia, como lo hace con la Compañía y con cada uno de nosotros.
Lo reconozco. El sentimiento de perplejidad va abriendo paso en mí a la consolación y me invita a mirar otras fronteras, a dejar que Dios desbarate mis planes, a confiar en que Él trabaja mi barro pobre. Según pasan los días, la alegría serena por este anómalo acontecimiento me invita a amar más al Señor y a la Iglesia, a quererla más como a una madre que como a una madrastra –que decía nuestro Arrupe–. Estoy contento y agradecido a Dios.            


Como compañero, siento que la misión de este Papa-amigo en el Señor la llevamos humildemente con Él en el silencio de la oración –como hacemos nuestra la misión de cada compañero, trabaje éste en un campo de refugiados o en la universidad, en el parlamento europeo o en el basural del Bañado, en Pueblos Unidos o en la sede de Pedro–. En lo íntimo de mi corazón, sus aciertos y sus errores serán también los míos, los nuestros, los de toda la Iglesia.

Alejandro Labajos, sj
pastoralsj

[1] CEE, Sé de quién me he fiadoReflexiones teológico-pastorales, Día del Seminario 2013, 15.


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