Durante los últimos días he leído sendas declaraciones de dos cardenales africanos sobre el tema de la pederastia. En ambos casos he experimentado un sentimiento de repulsa que me ha hecho reconsiderar mi inicial (¿ingenuo tal vez?) entusiasmo sobre la posibilidad de un Papa africano. “En África no tenemos aún un cardenal preparado para esa responsabilidad”, me dijo sin complejos una monja congoleña que me llamó el día de la elección de Francisco para felicitarme. Si hay que pensar que por la boca muere el pez, tengo que concluir que mi amiga tiene bastante razón.
No voy a comentar sobre la sonada metedura de pata del cardenal sudafricano Napier, que dijo hace pocos días que la pederastia era una enfermedad mental y no una condición criminal. Lo único que se puede decir en su favor es que al día siguiente el prelado se dio cuenta del disparate que había dicho y pidió disculpas. Me voy a referir más bien a otras declaraciones que el “papable” africano que más sonaba: el cardenal ghaneano Peter Turkson –presidente de la Comisión Justicia y Paz- realizó hace pocas semanas.
Preguntado por un periodista de la cadena de televisión norteamericana CNN sobre la posibilidad de que los escándalos de pederastia que tanto daño han hecho a la Iglesia pudieran extenderse también a África, el cardenal respondió que en la Iglesia africana no hay casi ningún caso de abusos sexuales porque la homosexualidad es un fenómeno muy raro en el continente. “Esas cosas no son frecuentes en África porque allí hay tabúes contra las relaciones homosexuales", dijo textualmente. En declaraciones anteriores, el mismo purpurado había dicho que la criminalización de la homosexualidad en África era “entendible” como parte de una tradición que hay que respetar.
Las palabras de Turkson no me resultan nuevas. Durante los 20 años que ejercí el sacerdocio en Uganda, recuerdo muy bien cómo cuando se publicaban noticias sobre los casos de abusos sexuales contra niños cometidos por sacerdotes en países europeos o norteamericanos, siempre salía a la palestra algún cura africano orgulloso de señalar que “esas suciedades aquí en África no existen”, argumentando que en el continente –supuesta reserva espiritual de un mundo materialista y corrompido por Occidente- primaban los comportamientos “naturales” y por lo tanto como la homosexualidad no existe, tampoco hay casos de abusos sexuales contra niños.
Maneras tan simplistas de analizar las cosas pasan por alto algunas cosas importantes: la primera, que muchos especialistas en psicología clínica señalan que no hay ninguna evidencia sobre un vínculo entre homosexualidad y pederastia, por lo que de un niño puede abusar cualquier personalidad perversa, independientemente de su orientación sexual. Pero lo que personalmente me enoja más de todo esta polémica es que en África hay infinidad de casos de abusos sexuales infantiles, solo que los que tienen poder en las diócesis los saben tapar muy bien, y cuentan además con la ventaja de que en muchas sociedades africanas nadie se atreve a cuestionar nada a ningún cura, con el aura de poder y sacralidad con que suelen contar.
Es cierto que en África hay menos homosexualidad que en Europa o América, o por lo menos sale menos a flote porque está muy mal vista culturalmente. Esta puede ser la razón por la que es muy raro oír hablar de casos de abusos sexuales de niños varones, pero si preguntamos por casos de abusos sexuales contra niñas, los hay, y muchísimos, y eso a pesar de que en algunos países –Uganda, entre ellos- se han introducido cambios en la legislación que castigan con duras penas a quien tenga relaciones con una chica de menos de 18 años. En muchas zonas rurales se sigue viendo como cosa normal abusar de la pasividad y la posición social baja de una niña, y eso tanto en la familia como en la escuela como en cualquier institución. Aprovechándose del miedo que la niña puede tener, se la impone silencio y punto.
Y esto mismo ocurre en la misma iglesia. Una de las cosas que más me sorprendieron desde que llegué a Uganda en 1984 fue ver la cantidad de parroquias donde los curas empleaban como empleadas domésticas a niñas de edades muy tempranas -12, 13, 14 años…- que trabajaban jornadas larguísimas a cambio casi de nada. En un contexto en el que al cura sus feligreses no le cuestionan casi nada y en el que los miembros del clero pueden tener un acceso más fácil al dinero que cualquier otra persona, es muy fácil tener una amante muy jovencita –ocasional o regular- a cambio simplemente de prometerle dinero para pagarle las tasas escolares o comprarle ropa. En algunos países la práctica ha llegado a estar tan extendida que algunos superiores provinciales de congregaciones religiosas han dado instrucciones a sus comunidades para que no empleen a menores en instituciones de la iglesia, sobre todo si se trata de chicas.
En una diócesis de Uganda que conozco bien, era del dominio público que al menos siete de sus curas habían tenido hijos con chicas menores de edad (y una de las cosas que a los cristianos les sublevaba más era que los curas no quisieran hacerse cargo de sus hijos). En todos esos casos los dos obispos a los que tocó lidiar con estos abusadores obraron de la misma manera: ofreciendo dinero a sus padres a cambio de su silencio. Conocí muy de cerca el caso de un cura ugandés de más de 50 años que violó a una niña de 12. El obispo le protegió en su residencia e impidió a la policía que entrara a detenerle. Por aquel entonces, trabajaba yo de secretario de la comisión Justicia y Paz. Un día vinieron a verme varios de nuestros líderes laicos y me hicieron una pregunta muy directa: “En los cursos que nos dais sobre derechos humanos nos decís siempre que en un caso de abuso de niños no hay que arreglarlo nunca de forma amigable y que hay que dejar que la ley actúe. ¿Por qué en el caso de este cura no predicáis con el ejemplo?” Les prometí que trasladaría su preocupación al obispo. Cuando así lo hice, se limitó a decirme: “a le he dicho al padre que de momento no siga celebrando misa”.
Así que no me venga nadie, ni siquiera un cardenal de un dicasterio vaticano, a contarme el cuento de que “en África esas cosas no existen”. No es cierto. Puede que en este continentelos abusados a los que algunos curas han destrozado la vida no sean en su mayoría niños, sino niñas. Pero eso no cambia nada de la gravedad de los hechos, tanto de los abusadores como de los obispos que les han encubierto.
José Carlos Rodríguez
En Clave de África
RD
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