Friday, April 12, 2013

Bergoglio, Francisco y cuán parecidos son

 Sergio Zalba, 12-Abril-2013


Supe de Bergoglio por el año ‘92. Fue cuando Juan Pablo II lo eligiera para obispo. A mediados de ese año, recala como auxiliar en la vicaría de la zona Flores, una de las cuatro en las que está dividida la arquidiócesis de Buenos Aires.
No se trataba de un cura diocesano, y por eso no era muy conocido entre el clero ni entre los agentes pastorales ni entre la feligresía local. Lo poco que enseguida comenzó a decirse, fue que se trataba de un conservador en materia dogmática y de alguien que habría participado en “Guardia de Hierro”, la controvertida agrupación peronista por sus derivas religioso-nacionalistas. Su carácter de jesuita, por otra parte, le otorgaba un fuerte halo de misterio y de incertidumbre.
A muy poco de su llegada a la arquidiócesis, comenzó a destacarse por su sobriedad y su estilo austero.
Aún retengo la imagen de cuando lo conocí personalmente. Era un día de fiesta parroquial con procesión incluida. Estaba yo en la calle, cerca del templo, cuando veo a un hombre delgado, muy serio, vistiendo un saco y pantalón oscuros y que llevaba, en su mano derecha, una bolsita de plástico color blanco; de esas que dan en las tiendas cuando se compra alguna prenda de vestir.
Hacía frío y tenía el cleriman oculto; no recuerdo si es que lo cubría una bufanda o si era el mismo saco que estaba bien cerrado sobre su cuello. Tenía “pinta” de cura, y aunque su condición clerical no era visible, su tan perceptible esfuerzo por pasar desapercibido se me hizo evidente. Enseguida me enteré que se trataba de Bergoglio, el nuevo obispo. Y supe también, que en esa bolsita llevaba sus atuendos sacerdotales. Y lo que también corrió de inmediato, fue que había llegado en colectivo. Tipo raro, pensé.
Al poco tiempo, en tan sólo quince meses, fue designado vicario general y ya se perfilaba para suceder al arzobispo/cardenal Antonio Quarracino. Así fue. En el ‘97 ya es obispo coadjutor y en el ’98 asume la jefatura de la arquidiócesis.
Hizo una “carrera” perfecta: primero, siendo muy joven, fue provincial de los jesuitas, y en un puñado años pasó de obispo auxiliar a convertirse en primado de la Argentina, luego en Cardenal y presidente de la Conferencia Episcopal por dos períodos consecutivos. Su ascenso fue brillante; para muchos, envidiable.
Recuerdo también, que en los primeros meses de Bergoglio como obispo en Buenos Aires, nos encontrábamos conversando con un cura que había decidido instalarse en una humilde barriada de una diócesis vecina. Hablábamos de su opción, de las tensiones pastorales, de Juan Pablo II, del centralismo romano, del cardenal Quarracino y de todas esas cuestiones que podrían entrar en un análisis crítico del modelo eclesiástico imperante. En medio de ese diálogo, cuando “le tocó el turno” a Bergoglio, me dijo: “Tal vez tengamos que aceptar que este hombre se haya convertido. La verdad es que sus actitudes nos dejaron a todos con la boca abierta…” Se refería, claro está, a esa suerte de ruptura que había provocado con el modelo episcopal -entre vedettista y presuntuoso- al que estábamos acostumbrados y a esta novedad de presentarse mucho más cercano, sencillo, humano.
Muy prontamente, el obispo Bergoglio, comenzó a “ganarse” a los curas porteños. No sólo retuvo de inmediato el nombre de todos y de cada uno, sino que también conservó en la memoria sus condiciones particulares y afectos más próximos: padres, hermanos, sobrinos, gustos, necesidades. También comenzó a respetarlos en sus expectativas pastorales. Los “cambios de destino” que siempre habían tenido algún ribete dramático y que estaban sujetos a la mayor obediencia, pasaron a ser dialogados aceptándose los deseos e intereses de cada cual.
En sus años de arzobispo, amplió significativamente la presencia de curas en las villas porteñas instituyendo la vicaría episcopal para la pastoral en villas de emergencia. Se crearon, en ese ámbito, algunas parroquias nuevas y se construyeron unas cuantas capillas. No fue sólo una decisión pastoral, también implicó una opción económica. Es que esas parroquias no se autofinancian con los aportes de su feligresía y requieren dinero externo para sostener los edificios, los sueldos de los curas, y los gastos propios de cualquier casa. Otro asunto es dónde sale ese dinero, algo que no siempre se sabe con exactitud, pero lo cierto es que el arzobispado asumió el compromiso -y los costos dinerarios correspondientes- de tener una fuerte presencia en las barriadas más pobres de la ciudad.
Con este panorama entonces, tan lleno de buenas noticias, ¿qué se le puede reprochar a Bergoglio?
Algunos le han reprochado, precisamente, el haber puesto demasiados curas y demasiado plata en los sectores más pobres dejando menos sacerdotes y casi sin ayuda económica al resto las parroquias tradicionales de clase media y alta. Son los que no entendieron la estrategia de Bergoglio. Es que el jesuita un gran jugador de ajedrez y calcula sus movimientos con pasmosa habilidad. Al menos así es como lo he percibido desde hace años.
Me explico.
Su “inversión” entre los pobres, así como su gusto y buena disposición ante las manifestaciones populares de religiosidad católica y su campaña de bautismo para todos, tiene mucho más que ver con su mentalidad sacerdotal-salvífica que con una disposición efectivamente dialogante con la realidad, está más ligada a la compasión que a la justicia y, muy especialmente, a la recuperación para la iglesia de las mayorías empobrecidas. Esa “inversión” hecha entre los pobres, que no juzgo de artera ni meramente interesada, contiene una fundamental intencionalidad de expansión eclesiástica, de re-apoderamiento cultural por parte de la iglesia, de reconquista de espacios perdidos. Lo que otros pretendieron hacer casi exclusivamente desde arriba hacia abajo, desde los sectores dominantes y hacedores de opinión hacia los sectores dominados, Bergoglio lo trasladó también al camino inverso: comenzando desde abajo, desde los más pobres hacia ellos mismos y, si fuera posible, a los sectores medios y altos.
Si estar con lo pobres es mejor que estar contra ellos -eso hay que decirlo-; también hay que decir que lamisión socio-religiosa-cultural promovida por el arzobispo en las barriadas más humildes, no tiene a la organización/participación popular ni como eje ni como contenido, ni fomenta el ejercicio de la conciencia crítica ni estimula a la participación política como mecanismo superador/liberador de las causas de la pobreza. La asepsia frente a lo ideológico/político -como si ello fuera posible- es una de las claves con las que debería leerse ese estar en las villas. Pero además, ese mismo estar, incluye otra cuestión particularmente estratégica: el reconocimiento de que buena parte de esa población, debido a sus arraigadas tradiciones religiosas, así como el modo particular en que las viven y expresan, resultan ampliamente permeables al providencialismo y a su correlato institucional: el clericalismo y la necesidad /poder sacerdotal,
Estar entre los pobres e intentar favorecerlos en la satisfacción de sus necesidades, no tiene nada de nuevo. Loscuras villeros y la oferta socio-religiosa en las villas existen, por lo menos, desde los años ‘70. Lo que sí puede resultar novedoso es el modo de ese estar. Ahora con más recursos, con más personal, con mayor estructura. Pero sobre todo, con una presencia episcopal que se constituye en el freno institucional a cualquier posible “desborde”, ya sea teológico, ideológico o de autocrítica pública a la jerarquía eclesial.
Por otra parte, el verticalismo clerical y el ‘feudalismo parroquial’, más allá de un mínimo cambio de formas, se han mantenido incólumes en la arquidiócesis de Buenos Aires, de modo que la estructura eclesiástica no supo de cambios sustanciales durante la gestión bergogliana. La iglesia porteña no creció en participación ni en comunión. Al contrario, atravesó y sigue atravesando -con sus propias características- el mismo invierno de la catolicidad mundial.
Por el momento, Francisco se mantiene casi idéntico a Bergoglio. Provoca los mismos asombros que ya supo provocar, aunque ahora se magnifiquen por su estatus de Papa y por la nueva dimensión real y mediática de su contexto. También, y por ello mismo, genera importantes expectativas aún entre personas asociadas a los sectores menos tradicionales y conservadores de la iglesia. Pero mucho me temo que les ocurra lo mismo que a aquel cura que mencioné en mi relato: que tales expectativas se les transformen en decepción. Cuán lamentable sería la Iglesia si sus transformaciones sustanciales deviniesen, simplemente, de los gestos del papa o de su austeridad, como si el obispo de Roma estuviese eximido de ese imperativo evangélico. Sin profundas revisiones y reformulaciones teológicas, no puede haber más que pequeños cambios cosméticos, aunque resulten simpáticos para muchos y hasta emotivos para otros tantos.
Atrio

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