Hace 26 años, el papa Wojtyla llegó a Buenos Aires para la primera Jornada Mundial de la Juventud que se celebró en América del Sur. La visita de Bergoglio a Río alienta el mismo fervor en una nueva generación
Tengo que confesar que en estos días estoy entre la emoción y la envidia. Abrí Facebook y me encontré una avalancha de fotos y conversaciones sobre la Jornada Mundial de los Jóvenes en Río con el papa Francisco. Viendo los ómnibus, las banderas, las multitudes y sobre todo los abrazos, las sonrisas y las miradas, me vino un inesperado ataque de sana envidia, una mezcla de mi emoción y la de ellos.
Hace 26 años -no puedo mentir la edad porque está el archivo del diario para venderme- fui uno de los jóvenes del comité organizador de la Jornada Mundial de 1987 con Juan Pablo II, la de Buenos Aires, la del millón de personas en la 9 de Julio, la primera que se hizo fuera de Roma y la única latinoamericana hasta esta semana.
A los jóvenes de la era Francisco les puede resultar casi increíble que los de la era Juan Pablo hayamos organizado una Jornada Mundial sin Internet ni redes sociales, sin celulares ni computadoras. Sí, escribíamos cartas a mano, pero teníamos redes capilares que aún bajo la dictadura mantenían comunicados a grupos parroquiales y movimientos juveniles con sus "Coordinadoras de pastoral de juventud" diocesanas, y a éstas con la Comisión nacional, organizada en 1978 en la Conferencia Episcopal y presidida por el entonces muy joven obispo Jorge Casaretto.
Con esa red organizamos la junta de firmas por la paz con Chile cuando los tanques ya estaban en la frontera, la primera e improvisada visita de Juan Pablo II durante la guerra de Malvinas y el Encuentro Nacional de Juventud en Córdoba de 1985, con 120.000 jóvenes. En un país donde muchas organizaciones no duran, es bueno que haya sido esa misma red de Pastoral juvenil, con nuevos protagonistas, la que convocó a esta Jornada de Río.
La Argentina de 1987 era un país donde la euforia por Alfonsín había empezado a dar paso a huelgas y manifestaciones no tan distintas de las del Brasil de hoy. Se decía que con la democracia los jóvenes íbamos a abandonar la Iglesia, y hasta algunos obispos temían que la 9 de Julio fuera a quedar medio vacía. Le apostamos y ganamos un asado a un cardenal cuando llegamos al millón de personas... Entonces igual que ahora, la fe, el entusiasmo y la solidaridad de los jóvenes pueden sorprender incluso a quienes los conocen mejor.
Hubo quien dijo que las Jornadas Mundiales son el Woodstock de los jóvenes católicos. Y sé que adultos que ahorraron años para ir a Rock in Rio se extrañan de la cantidad de empanadas y rifas que se vendieron en Buenos Aires para que los pibes de la villa también pudieran ir a Brasil a ver a su padre Jorge.
Y sí, en la Jornadas también hay mucho rock. Pero lo cierto es que nunca fueron un espacio sólo para católicos ni sólo un lugar para cantar. Amigos radicales y socialistas que no compartían nuestra fe vinieron en el 87 por lo que significaba la Jornada para nuestra generación: un lugar de encuentro para los que queríamos construir un mundo mejor sin violencia. El día que falleció Juan Pablo me encontré en la Catedral con un rabino que me dijo: "Nunca imaginé que me iba a pegar tanto su muerte". Él había sido uno de los estudiantes del Seminario rabínico que participaron, como tantos jóvenes de otros credos, de nuestra Jornada.
Lo que puede resultar más difícil de ver a simple vista es que una manifestación de fe masiva puede imprimir una huella vital que ni el mejor concierto puede dejar, y que no empieza ni termina en los dos días de la Jornada Mundial.
Para los jóvenes de Juan Pablo, como para los de Francisco, estuvo el tiempo en el que te preguntás si esto es para vos, si te vas a animar, si vas a poder explicarle a tu familia y amigos por qué te embarcás en algo que puede resultarles maravilloso o que puede hacerlos encasillarte para siempre con un rótulo descalificador. Y está el momento de la decisión, de los preparativos, de conseguir los permisos y la plata, de aprender a organizar cosas que nunca hubieras pensado que eras capaz de hacer, de encontrarte con conocidos o desconocidos que se vuelven repentinamente hermanos, con los que compartís el ómnibus, el mate y lo más profundo de lo que te pasa.
Recién después viene la Jornada: el entusiasmo, la oración y los cantos, la convivencia, el cansancio y las inevitables incomodidades, los discursos y la reflexión, pero sobre todo el encuentro con una persona que, para quienes creemos, no es alguien más o menos famoso o carismático, sino alguien que te acompaña en un encuentro personal y muy especial con Dios.
Juan Pablo nos dijo cosas que han quedado grabadas para siempre en nuestras vidas, y que siempre sería bueno repasar. Seguramente lo que diga Francisco llegará directo al corazón de los jóvenes en Río.
Lo que tal vez todavía no sepan los jóvenes del 2013 es que después de la Jornada mundial empieza otro tiempo: el de las amistades y los recuerdos para siempre, el de las decisiones que pueden cambiar el rumbo de tu presente y de tu futuro, y también el desafío para el resto de tu vida de estar a la altura de lo que nos prometimos ser en esos momentos de luz.
Sigo siendo amiga y hermana de casi todos los que vivimos juntos los años de Juan Pablo. Con algunos nos separan miles de kilómetros, con otros pensamos lo contrario en casi todo, pero nos sigue uniendo lo que hicimos y creímos, cuando nos prometimos "hacer juntos una patria de hermanos". Y con todos nuestros fracasos, límites y duelos, creo que somos muchos los que la seguimos peleando en donde nos toca.
Para algunos, esos años fueron nuestra primera escuela de militancia y de dirigencia, el tiempo en que empezamos a optar por los pobres y por la democracia. Es cierto que antes de nosotros hubo católicos que apoyaron las dictaduras o se enrolaron en organizaciones guerrilleras. Nosotros, como la generación de Francisco, preferimos las urnas. Muchos de mi generación optamos por la función pública, la militancia partidaria y la participación en organizaciones sociales, sindicatos o donde tocó, como una prolongación del compromiso que asumimos en los años de Juan Pablo. Cualquier lista va a ser incompleta e injusta. Sólo como muestra, déjenme decirles que Juan Carr, de la Red Solidaria, la ex ministra de Educación cordobesa Amelia López y el actual presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, fueron alguna vez chicos de Juan Pablo.
El papa Wojtyla tenía 67 años cuando vino a Buenos Aires, nueve menos que los de nuestro rejuvenecido padre Bergoglio. Los que conocimos a Juan Pablo con toda su energía y su sentido del humor vivimos con dolor sus años del ocaso, y se nos hizo largo el tiempo de un Vaticano gobernado por la Curia. Nuestros hijos crecieron con papas muy ancianos, por eso me da mucha alegría que los jóvenes en Río hoy puedan encontrar en Francisco lo que nosotros tuvimos a su edad: un papa "con toda la pila", que entusiasma con su palabra y su testimonio, capaz de confiar en los jóvenes y de decirles "no tengan miedo", "busquen ideales exigentes", "el amor es más fuerte que el odio".
A diferencia de Juan Pablo y de Francisco, algunos jóvenes de ayer siguen creyendo que no hubo juventud maravillosa después de la propia. Nuestra generación tuvo en la democracia y en la Iglesia espacios de confianza, de participación y de dirigencia que no siempre somos capaces de ofrecer a los jóvenes de hoy. Me dan miedo los padres y docentes que no creen en sus chicos.
Por mi trabajo tengo el privilegio de conocer de cerca a la juventud del milenio, y por eso sé que -en Río o donde sea, compartiendo o no la fe religiosa- éstos son días para celebrar que los jóvenes no son sólo la esperanza del mañana, sino grandes constructores de nuestro presente. Son días para seguir intentando no traicionar a los jóvenes que fuimos. Y para acompañar y respetar en lo que son y lo que creen a estos jóvenes de hoy.
© LA NACION
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