A los cardenales y obispos, Francisco pidió «volver a aprender la sencillez». Llamado por el papel de las mujeres, sin las cuales la Iglesia «se expone a la esterilidad»
ANDREA TORNIELLIRÍO DE JANEIRO
Francisco habla con la Iglesia brasileña, pero el discurso que acaba de terminar durante el almuerzo en el arzobispado de Río de Janeiro (en compañía de los cardenales y obispos de la región), va mucho más allá. Es un programa de pontificado, la imagen de una Iglesia que para convertirse nuevamente en misionera se pone en camino con la gente y es capaz de «descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas». Para hacerlo, la Iglesia debe dejar de ser fría, autoreferencial, debe dejar de estar demasiado alejada de las necesidades de las personas, debe abandonar la prisión de los propios y rígidos lenguajes. Debe volver a aprender la sencillez, a calentar el corazón de la gente y debe «redescubrir las entrañas maternas de la misericordia. Sin la misericordia, poco se puede hacer hoy para insertarse en un mundo de «heridos», que necesitan comprensión, perdón y amor».
El discurso que pronunció ante los obispos brasileños es el discurso con mayores reflexiones entre los que ha pronunciado hasta ahora el Papa en Brasil; una descarga que marca un paso hacia adelante en el camino del Pontificado y hace surgir, como nunca había sucedido de forma tan completa, el mensaje del Papa “del fin del mundo”. Bergoglio comenzó describiendo conmovido el evento de Aparecida, la historia de los tres pescadores que entre sus redes sin peces encontraron los tres fragmentos de la pequeña estatua de la Virgen negra. Según Bergoglio, ese episodio fue «una lección de esa humildad que pertenece a Dios como un rasgo esencial». Una humildad que está «en el ADN de Dios».
Francisco reconoció que «tal vez hemos reducido nuestro hablar del misterio a una explicación racional; pero en la gente, el misterio entra por el corazón». La Iglesia debe dar espacio al «misterio de Dios» de una forma en la que «pueda maravillar a la gente, atraerla. Sólo la belleza de Dios puede atraer». De las lecciones de Aparecida, añadió el Papa, se aprende que «el resultado del trabajo pastoral no se basa en la riqueza de los recursos, sino en la creatividad del amor». Y claro, hay que ser tenaces, trabajadores, hay que saber programar y organizarse, «pero hay que saber ante todo que la fuerza de la Iglesia no reside en sí misma, sino que está escondida en las aguas profundas de Dios, en las que ella está llamada a echar las redes».
Otra de las lecciones que la Iglesia no puede olvidar es la sencillez. La Iglesia «no puede alejarse de la sencillez, de lo contrario olvida el lenguaje del misterio, y no sólo se queda fuera, a las puertas del misterio, sino que ni siquiera consigue entrar en aquellos que pretenden de la Iglesia lo no pueden darse por sí mismos, es decir, Dios mismo. A veces perdemos a quienes no nos entienden porque hemos olvidado la sencillez, importando de fuera también una racionalidad ajena a nuestra gente. Sin la gramática de la simplicidad, la Iglesia se ve privada de las condiciones que hacen posible “pescar” a Dios en las aguas profundas de su misterio».
Francisco también recordó la cercanía de los Papas para con la Iglesia brasileña y su capacidad para aplicar «con originalidad» el Concilio, «aunque ha debido superar algunas enfermedades infantiles». Una alusión a las degeneraciones de ciertas teologías, de aquello que en junio en una homilía el mismo Bergoglio había definido como «progresismo adolescente». Así, el Papa propuso «el ícono de Emaús como clave de lectura del presente y del futuro». Los dos discípulos dejaron Jerusalén después de haber visto a su mesías «irremediablemente derrotado, humillado, incluso después del tercer día». Es el misterio «difícil de quien abandona la Iglesia; de aquellos que, tras haberse dejado seducir por otras propuestas, creen que la Iglesia —su Jerusalén— ya no puede ofrecer algo significativo e importante. Y, entonces, van solos por el camino con su propia desilusión».
En este punto, Francisco añadió algunos juicios sobre la Iglesia misma, que «tal vez se ha mostrado demasiado débil, demasiado lejana de sus necesidades, demasiado pobre para responder a sus inquietudes, demasiado fría para con ellos, demasiado autorreferencial, prisionera de su propio lenguaje rígido; tal vez el mundo parece haber convertido a la Iglesia en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones; quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta. El hecho es que actualmente hay muchos como los dos discípulos de Emaús; no sólo los que buscan respuestas en los nuevos y difusos grupos religiosos, sino también aquellos que parecen vivir ya sin Dios, tanto en la teoría como en la práctica».
Entonces, se preguntó Bergoglio, ¿qué es lo que hay que hacer?. «Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en su noche. Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarse en su camino. Necesitamos una Iglesia capaz de entrar en su conversación». Francisco añadió palabras duras sobre los efectos de la globalización, de cuyas potencialidades «muchos se han enamorado» sin tomar en cuenta su «lado oscuro», ese que hace que perdamos el sentido de la vida, que desintegra a las personas, que hacer perder la experiencia de la pertenencia, que fractura las familias y empuja hacia la droga, el alcohol, el sexo.
La conducta correcta, ante esta situación, no puede ser la de la queja, explicó el Papa, porque «termina por aumentar la infelicidad». Hoy no hace falta una Iglesia que se queje, sino una Iglesia «capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay quien se aleja, contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario saber leer el todo con valentía».
Francisco dirigió a todos esta pregunta: «¿Somos aún una Iglesia capaz de inflamar el corazón?». En el mundo de hoy corremos tras todo lo que es veloz, inmediato, «sin embargo, se nota una necesidad desesperada de calma, diría de ternura», pero que sepa ser “lenta”, para «escuchar, en la paciencia, para reparar y reconstruir». Hace falta «una Iglesia que también hoy pueda devolver la ciudadanía a tantos de sus hijos que caminan como en un éxodo».
A la Iglesia de Brasil, el Papa pidió cuidar la formación de las personas que sean capaces de «tocar la desintegración del otro, sin dejarse diluir y descomponerse en su propia identidad». Invitó, además, a los obipsos a construir una “red” que «aseguren por doquier no la unanimidad, sino la verdadera unidad en la riqueza de la diversidad». «Se necesita, pues, una valorización creciente del elemento local y regional. No es suficiente una burocracia central, sino que es preciso hacer crecer la colegialidad y la solidaridad: será una verdadera riqueza para todos». Estas palabras llegarán con toda seguridad mucho más allá de las fronteras brasileñas.
«Se requiere, pues, una Iglesia capaz de redescubrir las entrañas maternas de la misericordia –insistió el Papa. Sin la misericordia, poco se puede hacer hoy para insertarse en un mundo de «heridos», que necesitan comprensión, perdón y amor». Y en este punto, el Papa afirmó que es importante «reforzar la familia, que sigue siendo la célula esencial para la sociedad y para la Iglesia; los jóvenes, que son el rostro futuro de la Iglesia; las mujeres, que tienen un papel fundamental en la transmisión de la fe». No hay que reducir el compromiso de las mujeres en la Iglesia, añadió, «sino que promovamos su participación activa en la comunidad eclesial. Si pierde a las mujeres, la Iglesia se expone a la esterilidad».
Para concluir, Francisco también habló de la región de la Amazonia y del trabajo que la Iglesia ha hecho en ella, no «como quien tiene hechas las maletas para marcharse después de haberla explotado todo lo que ha podido». Un llamado «al respeto y la custodia de toda la creación, que Dios ha confiado al hombre, no para explotarla salvajemente, sino para que la convierta en un jardín».
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Discurso a los Cardenales de Brasil FRANCISCO
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