Soy renuente a decir una palabra sobre de la identidad jesuítica del Papa. No me interesa hacer propaganda a la Compañía de Jesús. Tampoco soy papólatra. Si yo, jesuita, celebrara su elección como triunfo partidista desorientaría a los demás de lo fundamental. Que sea jesuita me es secundario. Pero, al ver lo que está ocurriendo, me inclino a ayudar a otros a entenderlo. Que este Papa jesuita se llame Francisco, me parece decisivo. Es la indicación más poderosa.
Tengo, además, otra dificultad para hablar del Papa en cuanto jesuita: no logro ver con claridad cuál pueda ser la diferencia genérica respecto de otros papas. Se supone que yo debiera conocer mejor esta diferencia. Ambos somos hijos de San Ignacio. Pero me ocurre prácticamente lo mismo que cuando me dicen que nos parecemos con mi hermana. La veo, veo a mis otros hermanos, y no descubro el parecido. Para los demás es evidente. No para mí.
Con todo, diré una palabra sobre lo que es un jesuita. Puede ayudar a entender qué es lo que el Papa Francisco está desencadenando. Estoy convencido de que es en el Pueblo de Dios donde hay que observar el quehacer del Espíritu, más que en la persona misma del Pontífice.
Doy otro paso atrás. Como un niño antes de arrojarse a la piscina, reculo y tomo distancia. No basta definir qué es un jesuita porque, como he dicho más arriba, lo principal es que este jesuita ha querido llamarse Francisco. ¿Qué tenemos delante? ¿Un jesuita franciscano o franciscano jesuita? El obispo de Roma actual tiene algo de enigmático. No acabo de entenderlo. Pero sí reconozco que la inmensa aprobación que Francisco Papa ha generado en el Pueblo de Dios tiene que ver con el anhelo más profundo que muchos tenemos del Evangelio.
Terminado este largo preámbulo, me arriesgo a definir qué es un jesuita y cómo esta condición pudiera estar influyendo en el Papa y, a través del Papa, en la Iglesia.
¿Por qué San Ignacio admiró y quiso imitar a San Francisco? No lo sabemos. El no lo explica. En la Autobiografía simplemente dice: “qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco?”. Durante el tiempo de su conversión, cerca de Monserrat, inspirado en la pobreza de los santos, regaló su ropa a un pobre y se vistió con tela para hacer sacos. También decía: “San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer”. Entre la admiración por Francisco del primer jesuita y la de los seguidores de Ignacio hay una conexión interior extraordinaria. Los jesuitas “envidiamos” en el espíritu franciscano esa capacidad de experimentar el mundo como un don de Dios, de vivir agradeciendo y alabando, todo lo cual se expresa en la pobreza radical de quien sabe ser feliz con poco porque, para amar a Dios, basta con el mínimo. Dios ama a los pobres, pero también a los pobres de espíritu. Por esto Ignacio fue pobre y, algunas veces, exageradamente. Esto es lo que me alegra de mis compañeros cuando los veo ligeros de equipaje, prontos a partir con lo puesto a las misiones más sacrificadas. Así entiendo lo franciscano en un jesuita. Tengo una manera jesuítica de amar a San Francisco.
¿Qué puedo decir in recto del ser jesuita? Dicho en seco: es un hombre que sabe lo que quiere y se lanza con todo a conseguirlo. ¿Cuál es la tentación del jesuita? Dicho en breve: la impaciencia por doblegar la realidad como solo Dios puede hacerlo. ¿Cuál es el pecado del jesuita? No sin dolor lo digo: buscar las influencias poderosas necesarias para cambiar el mundo olvidando que estos son medios, pues el único fin es el Evangelio que prevalece no sin estos recursos, pero gracias al Espíritu del Pobre crucificado, el Jesús que triunfa con su impotencia.
Amplío la definición del jesuita: es un hombre al que Dios, liberándolo de sus apegos mundanos, le ha revelado qué quiere de él y le pide la vida entera para conseguirlo; es un hombre encendido por Dios para amar al ser humano como Jesús lo ama, apasionadamente. El jesuita vive concentrado en lo que quiere, porque sabe que Dios quiere lo que él quiere. ¿Qué? En el siglo XXI, cuando arrecia la globalización, el jesuita quiere un mundo compartido. Cuando se comparte el mundo se alaba a Dios. Solo se alaba a Dios compartiendo el mundo. Solo se vive el Evangelio sumándose al quehacer de personas samaritanas que imaginan cambios, los piensan y se arriesgan por conseguirlos. La lucha por la justicia que desvive al jesuita hace más de un siglo, es la mejor expresión de su fe en el Dios que quiere hermanar a la humanidad con todos los medios materiales y culturales disponibles. Su enemigo es el capitalismo salvaje, la acumulación de las riquezas y el mercado desregulado, tres nombres del mismo Ídolo Dinero que está destruyendo el planeta y excluyendo nuevamente a los pobres.
No debiera extrañar, en consecuencia, que el espíritu jesuita y el espíritu franciscano converjan hoy en un Papa que ha recibido la misión de reformar la Curia romana. Lo que está en juego, en realidad, es todavía más importante: se trata de reformar la Iglesia de acuerdo a las coordenadas del Vaticano II. Esto ha sido difícil de hacer precisamente porque la Curia romana lo ha dificultado.
Francisco Papa es una flecha jesuita. El sabe que le quedan pocos años de vitalidad. Su tentación es la impaciencia. Actúa con una gran determinación. ¿Cuál es su estrategia? No la conocemos. Pero bien podríamos suponerla.
El Papa Francisco no solo es como siempre ha sido. El sabe que su estilo evangélico tiene fuerza revolucionaria. San Francisco reformó la Iglesia con su pobreza. El jesuita franciscano sabe que al atacar la versión principesca y absolutista de la Santa Sede, causa de la crisis de gobierno de la Iglesia universal, combate, en lo inmediato, lo mismo que combatiría Jesús y, en el largo plazo, pone las bases de una reforma estructural duradera. El futuro de la Iglesia no depende de deshacerse del personal corrupto e ignorante de la Curia. Organización y funcionarios siempre serán necesarios. Tampoco depende de un Papa más bueno que otro. Se necesitan cambios estructurales, cambios en la línea de la pluralización que el Espíritu apura en todos los países en que la Iglesia echa sus raíces. Pero, para que una nueva organización eclesiástica perviva en el tiempo, es necesario que se ajuste al Evangelio. Y el Evangelio, lo supieron San Francisco, San Ignacio, los mejores santos cristianos, y este Papa da señales esperanzadoras de entenderlo, consiste en la práctica del amor de Dios por los pobres. La pobreza sufrida o elegida es el check in al cristianismo.
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