En estos mismos días, cuando tanto se habla, en los ambientes eclesiásticos españoles, de la jubilación o del cese de algunos obispos y del consiguiente nombramiento de otros, no vendrá mal traer a la memoria algunos datos, que nos recuerdan cómo se hacían estos cambios en la Iglesia antigua. Me refiero a la Iglesia de los siglos III al V, tiempo en el que con seguridad se practicaba el principio que voy a explicar. Pero, como enseguida diré, este criterio se practicó seguramente hasta el s. XI.
En aquellos tiempos, los criterios sobre el ejercicio del poder político y la fuerza del derecho romano todavía no habían invadido, tanto como ahora, la vida y las costumbres de la Iglesia. Por eso entonces se decían y se hacían cosas, en los ambientes eclesiásticos, que a nosotros ahora nos llaman la atención, nos sorprenden o incluso nos escandalizan. Pero hay que preguntarse, ¿no será que, para aquellas gentes, la memoria de Jesús y los relatos del Evangelio tenían más importancia, en la vida diaria de los cristianos, que la que tienen para nosotros ahora?
Los datos históricos son suficientemente conocidos. Desde los primeros años del s. III, la Tradición Apostólica de Hipólito establece: “Que se ordene como obispo al que ha sido elegido por el pueblo, que es irreprochable..., con el consentimiento de todos”. En el año 250, en la persecución de Decio, hubo tres obispos españoles , los de León, Astorga y Mérida, que no confesaron debidamente su fe y dieron mal ejemplo a sus fieles. Ante tal escándalo, las comunidades de esas tres diócesis se reunieron y se sintieron en el derecho de expulsar de sus sedes a aquellos obispos indignos. Pero uno de los obispos depuestos, Basílides, acudió al papa Esteban, que lo repuso en su cargo. La reacción de la comunidad fue acudir al obispo de Cartago, Cipriano, hombre de eminente prestigio en Occidente. Cipriano convocó un concilio en el que participaron 37 obispos. La decisión de este concilio quedó recogida en la carta 67 de Cipriano. En ella se afirman tres cosas fundamentales: 1) El pueblo tiene poder, por derecho divino, para elegir a sus ministros (Epist. 67, 4: CSEL 738, 3-5). 2). El pueblo tiene también poder para quitar a los ministros cuando son indignos (Epist. 67, 3: CSEL 737-738, 20-22). 3) El recurso a Roma no debe cambiar la situación, cuando ese recurso no se basa en un informe que corresponde a la verdad (Epist. 67, 5: CSEL 739. 18-24). Así pues, en el s. III, se tenía el convencimiento de que la Iglesia no era una institución centrada en el poder de los que mandan, sino en el derecho de la comunidad. En el s. V, el papa León Magno supo formular perfectamente el criterio determinante: “El que debe ser puesto a la cabeza de todos, debe ser elegido por todos” (Epist. X, 6. PL 54, 634 A). Un criterio tan firme y tan asumido, que, en el s. XI, el Decreto de Graciano resume lo que fue la disciplina eclesiástica de los siglos anteriores en una fórmula lapidaria que, en el s. V, había redactado el papa Celestino I: Nullus invitis detur episcopus. Cleri, plebis et ordinis consensus ac desiderium requiratur (“No se imponga ningún obispo a los que no lo aceptan. Se requiere el consentimiento del clero, del pueblo y de los ordenados”) (Epist. IV, 5: PL 50, 434 B. Decretum c. 13, D. LXI. Friedberg 231).
Digo que necesitamos otros obispos porque los que tenemos ahora han sido designados mediante consultas secretas, que gestiona el Nuncio papal en cada país, preguntando no se sabe a quién y no se sabe qué. Una gestión que se lleva tan en secreto, que se amenaza con excomunión a quien revele el contenido de la consulta. De esta manera se anula toda posible participación del pueblo creyente en la designación de sus obispos. De lo cual se sigue una consecuencia determinante en la vida y el gobierno de la Iglesia: cada obispo sabe muy bien que su futuro no depende de la aceptación de sus feligreses, sino de la sumisión al Vaticano. Lo que es tanto como decir que la Iglesia funciona como le conviene a la Curia Vaticana, no como lo necesitan los ciudadanos, especialmente los que tienen creencias religiosas.
Cuando se trata de nombrar a un obispo, ¿no sería lo más lógico preguntar a los cristianos de la diócesis qué modelo de obispo echan de menos y qué personas serían las más adecuadas para desempeñar ese cargo y la responsabilidad evangélica que eso exige? Hacer tal pregunta, ni daña la autoridad del papa, ni deteriora a la Iglesia para nada. Así vivió la Iglesia durante siglos. Y aquella Iglesia creció y fue ganando autoridad y credibilidad. Precisamente cuando corrían tiempos de emperadores y monarcas absolutos. Ahora, sin embargo, cuando esa figura de gobernante ya no es aceptada por nadie, ¿nosotros nos vamos a empeñar en mantenerla, aunque con tanta frecuencia, se elijan para obispos a hombres que manifiestamente no sirven para el cargo que ocupan? De sobra sabemos quehay obispos ejemplares y hasta heroicos. Pero también sabemos que son ya demasiados los obispos que son hombres mediocres, grises, trepas, a veces hasta camaleones, por más que, como dijo el cardenal Tarancón, algunos tengan tortícolis de tanto mirar a Roma, cuando tendrían que ir por la vida con la mirada fija en el dolor de su pueblo.
José María Castillo
Teología sin censura
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