Jesús pasa, la luz brilla
Al comienzo del ministerio público de Jesús el evangelista Mateo nos vuelve a recordar la profecía de Isaías que resonó en la noche de Navidad: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande”. La luz de la Navidad, reconocida y testimoniada por el profeta Juan, empieza a brillar con luz propia. Mateo nos indica que se cierra un ciclo, el de Juan (“cuando arrestaron a Juan…”), y empieza un tiempo nuevo. También para Jesús, que deja el pueblo en el que están sus raíces y marcha a la ciudad. Como no es posible esconder la luz ni ponerle un límite, Jesús comienza su ministerio en una encrucijada de caminos: la luz procede de Israel (“predicaba en las sinagogas”), pero se dirige realmente a todos (“camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles”). El tiempo nuevo, si bien enlaza con el anterior (cumple las profecías, se inaugura con el bautismo de Juan, recoge el núcleo del mensaje de éste), exige actitudes nuevas: para reconocer la presencia cercana de Dios es preciso romper con el pecado; o, tal vez, más exactamente, porque se ha acercado a nosotros el Reino de Dios, es posible romper con el pecado, pues se ha hecho presente el perdón y la fuente de la vida.
Una de las consecuencias principales del pecado es la división y la enemistad entre los hombres. Basta recordar la discusión y el cruce de acusaciones entre Adán y Eva tras el primer pecado. Si se ha hecho presente el Reino de Dios es posible establecer relaciones nuevas: Jesús y su predicación atraen a las gentes, aunque realmente es él el que va llamando y reuniendo. Su llamada no es anónima, no es un reclutamiento genérico, sino que es personal, dirigida a hombres concretos de carne y hueso, con nombres y apellidos: Simón y Andrés hijos de Juan, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo (el apellido en la antigüedad era el patronímico); con domicilio, profesión; en circunstancias determinadas: echando el copo, reparando las redes… Pero es también una llamada radical: la llamada al seguimiento implica la disposición a dejar la seguridad de la profesión, de la casa paterna, incluso del propio nombre, como en el caso de Simón, llamado Pedro. Y es una llamada a ponerse en camino, y entablar relaciones mediadas por el mismo Jesús: seguir al maestro significa caminar junto a aquellos que también han sido llamados. La llamada a hacerse discípulos no significa entrar en una relación de dependencia que nos libera de toda responsabilidad: al contrario, Jesús nos llama a hacernos responsables no sólo de nuestros seres más cercanos, sino de todos los hombres: “seréis pescadores de hombres”. Es interesante que Jesús, al tiempo que nos llama a una forma nueva de vida, respeta nuestra identidad, nuestro modo de ser, nuestras capacidades: seguiréis siendo pescadores (y aquí cada cual tiene que aplicarse lo que más le convenga, y no sólo la profesión), pero de un modo nuevo, superior: pescadores de hombres.
Es llamativa la prontitud con que los primeros llamados responden a la invitación del Maestro. Es posible que ya lo hubieran escuchado y encontrado alguna vez (por ejemplo, en torno al Bautista, si tenemos en cuenta el Evangelio de Juan), pero eso no quita el que la llamada radical encuentre una respuesta generosa y rápida. Los nuevos tiempos del Reino de Dios no pueden esperar, es preciso tomar una decisión inmediata, pues la salvación se ha hecho ya presente. Jesús pasa, no hay que dejarlo pasar de largo.
Al reunir en torno a sí a sus discípulos, Jesús nos indica aspectos importantes de su ministerio, de su enseñanza, de su poder benéfico y curativo: no los ejerce en la soledad, sino en comunidad. Jesús ha venido para iluminar, para sanar, pero también para establecer un diálogo, para reunir.
Es bueno que al comienzo del tiempo ordinario, cuando nos aprestamos a seguir a Jesús por los caminos Galilea y acompañarlo hasta Jerusalén, renovemos la experiencia del primer encuentro, cuando tuvimos que asumir de manera más consciente y madura la fe. Es bueno y necesario porque el paso del tiempo va gravando esa experiencia primera y genuina con rutina, costumbre, cansancio, frustraciones y desilusiones, también, quien sabe, con olvidos o abandonos. Es preciso volver a sentir la frescura de la palabra de Jesús que nos llama por el nombre, y rememorar y rehacer la respuesta generosa que tal vez alguna vez realizamos y que después se ha ido amortiguando. Volver a Galilea, junto al lago, allí donde dejamos la barca y las redes, y sentir que merecía la pena asumir riesgos por seguir al Maestro de Nazaret. O, tal vez, estamos todavía demasiado enredados y hemos de hacer este encuentro por primera vez. Para algunos puede ser la experiencia de un estreno, para otros, la de una renovación y una profundización. Pero el hecho es que Jesús sigue pasando a nuestro lado, iluminándonos y llamándonos por el nombre.
Es necesario (¡lo necesitamos nosotros!) que Jesús nos interpele, que nos dejemos interpelar por él, que pronuncie nuestro nombre, o que nos dé uno nuevo, que nos llame al arrepentimiento (pues no somos ni mucho menos perfectos), que amplíe nuestros horizontes y nos desinstale. La desinstalación puede ser muy variada, no todos tienen que dejarlo todo en sentido literal (aunque algunos sí que son llamados a ello), pero todos somos llamados a la libertad (a desenredarnos), a la responsabilidad por nuestros hermanos, al seguimiento.
Al acudir a la llamada de Jesús, nos encontramos con los otros llamados, nos encontramos con la Iglesia. Este es, para muchos, el principal obstáculo. Pero es justo ahí en donde nos encontramos con Jesús y le seguimos. El ministerio de Jesús, ya lo hemos dicho, no se realiza en la soledad, sino junto con otros, que no elegimos nosotros, sino el mismo Cristo. El Reino de Dios y los nuevos tiempos que Jesús inaugura son tiempos de convocatoria, conversión, encuentro y comunidad, no de dispersión y ruptura. Vemos en el pasaje evangélico cómo Jesús es el eje en torno al cual se reúnen los discípulos. Aunque, para evitar toda tentación de romanticismo idealista, nos encontramos con el contrapunto de la Carta a los Corintios. Jesús reúne, pero nosotros, no convertidos del todo, nos encargamos de dividir, de separar, de organizar partidos… En Corinto y en tiempos de Pablo se dividían los fieles en nombre de Apolo, de Pablo, de Pedro, hasta de Cristo (siempre los hay más encumbrados). Caigamos en la cuenta de que apelaban a la autoridad de quienes la tenían realmente. Pero lo hacían no en el espíritu del Evangelio, ya que el fruto era la división. Esta enfermedad nos sigue afligiendo, porque seguimos enfermos del mismo virus. Hoy hay que poner otros nombres, a veces abstractos (progresistas, conservadores…), a veces más concretos y también, como en Corinto, dotados de indudable autoridad (formas y corrientes de espiritualidad, movimientos, carismas). Pero si esto nos distancia y divide, en vez de abrirnos los ojos para la aceptación mutua y el aprecio de la riqueza de la diversidad (no olvidemos que Jesús no destruye nuestra identidad natural –Simón, pescadores–, sino que la transforma elevándola –Pedro, pescadores de hombres–) es que estamos falseando el verdadero espíritu del Evangelio y desoyendo, en consecuencia, la llamada de Jesús. Sin embargo, no hemos de escandalizarnos demasiado de esto: estamos en camino, somos imperfectos, pero la llamada de Jesús es también una tarea que se confía a nuestra responsabilidad y por la que debemos empeñarnos. La unidad, más que un punto de partida, es el fruto de la conversión. Como Pablo llama a la conversión de todos al único Cristo en el que hemos sino bautizados, así también hoy es necesario que en la Iglesia, desde cualquier posición, carisma o forma de espiritualidad, sepamos convertirnos al único Cristo, en quien encuentran sentido y plenitud todos los carismas y todas las vocaciones. Y esto es posible no por un mero acto de nuestra voluntad, ni por una suerte de consenso de mínimos, sino porque todos y cada uno nos ponemos a la escucha del que nos llama por el nombre una y otra vez, para que, dejando las redes y las seguridades, nos pongamos en camino, tras él y junto con nuestros hermanos. Es justamente él, caminando con nosotros y en medio de nosotros, la luz que brilla en las tinieblas y que nosotros, con nuestras banderías, no debemos ocultar.
Al acudir a la llamada de Jesús, nos encontramos con los otros llamados, nos encontramos con la Iglesia. Este es, para muchos, el principal obstáculo. Pero es justo ahí en donde nos encontramos con Jesús y le seguimos. El ministerio de Jesús, ya lo hemos dicho, no se realiza en la soledad, sino junto con otros, que no elegimos nosotros, sino el mismo Cristo. El Reino de Dios y los nuevos tiempos que Jesús inaugura son tiempos de convocatoria, conversión, encuentro y comunidad, no de dispersión y ruptura. Vemos en el pasaje evangélico cómo Jesús es el eje en torno al cual se reúnen los discípulos. Aunque, para evitar toda tentación de romanticismo idealista, nos encontramos con el contrapunto de la Carta a los Corintios. Jesús reúne, pero nosotros, no convertidos del todo, nos encargamos de dividir, de separar, de organizar partidos… En Corinto y en tiempos de Pablo se dividían los fieles en nombre de Apolo, de Pablo, de Pedro, hasta de Cristo (siempre los hay más encumbrados). Caigamos en la cuenta de que apelaban a la autoridad de quienes la tenían realmente. Pero lo hacían no en el espíritu del Evangelio, ya que el fruto era la división. Esta enfermedad nos sigue afligiendo, porque seguimos enfermos del mismo virus. Hoy hay que poner otros nombres, a veces abstractos (progresistas, conservadores…), a veces más concretos y también, como en Corinto, dotados de indudable autoridad (formas y corrientes de espiritualidad, movimientos, carismas). Pero si esto nos distancia y divide, en vez de abrirnos los ojos para la aceptación mutua y el aprecio de la riqueza de la diversidad (no olvidemos que Jesús no destruye nuestra identidad natural –Simón, pescadores–, sino que la transforma elevándola –Pedro, pescadores de hombres–) es que estamos falseando el verdadero espíritu del Evangelio y desoyendo, en consecuencia, la llamada de Jesús. Sin embargo, no hemos de escandalizarnos demasiado de esto: estamos en camino, somos imperfectos, pero la llamada de Jesús es también una tarea que se confía a nuestra responsabilidad y por la que debemos empeñarnos. La unidad, más que un punto de partida, es el fruto de la conversión. Como Pablo llama a la conversión de todos al único Cristo en el que hemos sino bautizados, así también hoy es necesario que en la Iglesia, desde cualquier posición, carisma o forma de espiritualidad, sepamos convertirnos al único Cristo, en quien encuentran sentido y plenitud todos los carismas y todas las vocaciones. Y esto es posible no por un mero acto de nuestra voluntad, ni por una suerte de consenso de mínimos, sino porque todos y cada uno nos ponemos a la escucha del que nos llama por el nombre una y otra vez, para que, dejando las redes y las seguridades, nos pongamos en camino, tras él y junto con nuestros hermanos. Es justamente él, caminando con nosotros y en medio de nosotros, la luz que brilla en las tinieblas y que nosotros, con nuestras banderías, no debemos ocultar.
Ciudad Redonda
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