Como es bien sabido, durante siglos, la teología fue considerada como la “regina sicientiarum”, la reina de todos los saberes. Y a la que, en consecuencia, todos los conocimientos humanos tenían que someterse. Las historias peregrinas a que dio lugar este criterio son bien conocidas por cualquier persona medianamente culta. Por eso, cuando los maestros en el saber teológico, se han puesto a dictaminar sobre lo que es (o no es) aceptable en otros ámbitos del conocimiento humano, con frecuencia han dicho disparates que da pena y vergüenza recordarlos.
Como da pena y vergüenza - también hay que decirlo - traer a la memoria los despropósitos en que han incurrido no pocos científicos, cuando han intentado meterse a teólogos. Por tanto, lo primero que quiero afirmar aquí es una cosa tan elemental como de sentido común, a saber: una de las cosas más sensatas, que podemos hacer en esta vida, es que cada cual hable de lo que sabe. Y, en consecuencia, que en los asuntos del saber humano, sobre todo en los que entrañan importantes consecuencias para la felicidad o la desgracia de los demás, midamos bien lo que decimos y evitemos dictar sentencia sobre asuntos que no son de nuestra competencia.
Todo esto viene a cuento de lo que el cardenal Fernando Sebastián ha dicho en un diario de Málaga, el pasado día 19, al ser preguntado por un periodista sobre lo que piensa acerca de la homosexualidad. Le ha faltado tiempo al cardenal para que, apenas elevado a la dignidad de tan alto estamento eclesiástico, ya ha soltado la primera andanada contra los homosexuales, un colectivo en el que, por lo visto, son bastante entendidos algunos eminentes purpurados. Cosa que llama la atención, si se compara con la habilidad y prudencia con que el papa Francisco respondió a los periodistas en el avión que le traía de Brasil: “¿Quién soy yo para enjuiciar a nadie?”.
Pero lo más notable que ha dicho el cardenal Sebastián no ha sido reprobar la homosexualidad. Lo más curioso (y lo que más está dando que hablar) es la argumentaciónque ha utilizado este importante clérigo para desautorizar a los homosexuales. Porque, ante todo, ha despachado tranquilamente el asunto asegurando que la sexualidad “tiene una estructura y un fin, que es el de la procreación”.
Con lo cual este eminente purpurado, quizá sin darse cuenta de lo que decía, ha rebajado la sexualidad humana a la mera animalidad. Dando así a entender (o dando pie para pensar) que los seres humanos somos seres sexuados para poder cumplir con la condición de machos, como buenos sementales, que fecundan a las hembras, para que no se extinga la especie humana. Es decir, hemos retrocedido - por lo menos - más de cien mil años, cuando aún no existía el “Homo sapiens”. O vaya Vd a saber, quizá nos han situado en los remotos tiempos del “Homo ergaster”, cuando el cerebro humano medía 400 cms menos que los cerebros que tenían los homínidos que se han encontrado en la Sima de los Huesos, en Atapuerca.
Es más, el cardenal Sebastián ha llegado incluso a señalar el origen de la condición homosexual y el camino a seguir para curarla. Porque, a su juicio, todo el asunto radica en que se trata de una enfermedad. Como la hipertensión que el propio cardenal padece. El remedio, por tanto, está en tomar la alimentación adecuada, hacerse los análisis pertinentes y medicinarse como Dios manda.
La verdad es que uno no sabe qué pensar ni qué decir cuando lee estas cosas, dichas con tanta seguridad por personas que, por preparación y oficio, no han podido dedicarles el tiempo y la profundidad que exigen. Hace unos años, el profesor Juan-Ramón Lacadena, Director del Departamento de Genética de la Facultad de Biología de la Universidad Complutense de Madrid, terminaba así un documentado artículo sobre todo esto asunto: “Se indicaba al principio del presente estudio que en la sociedad se había producido un cambio en cuanto a la consideración de la homosexualidad como delito o pecado y después como enfermedad o condición. Por ello, decía el profesor Dörner (en 1991) que se debería aceptar la bisexualidad y la homosexualidad como variantes sexuales naturales, debiendo producirse, por tanto, su descriminilización, su despatologización y su desdiscriminización”.
Los homosexuales son personas completamente normales. Tan normales como los heterosexuales. Si un heterosexual no tiene por qué salir del armario, ¿por qué demonios los homosexuales tienen que sufrir semejante humillación? ¿por qué tienen que dar explicaciones de lo que son y como son? ¿a qué viene el “día del orgullo gay”? ¿por qué no se organiza igualmente el día del “orgullo heterosexual”? Por favor, acabemos ya con esta sarta de despropósitos, tan penosos como intolerables. Y vivamos en paz, respeto y armonía, que buena falta nos hace a todos.
José María Castillo
Teología sin censura
RD
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