El Papa oficia la primera misa de 2014 con la mirada puesta en la Virgen
"Nuestra esperanza tiene su razón de ser en la bendición de Dios"
(José Manuel Vidal).- Primera misa de 2014 del Papa Francisco. Para celebrar la Jornada mundial de la Paz, en la solemnidad de Santa María madre de Dios. Y a ella, a la Virgen, dedicó el Papa toda su homilía e hizo repetir a los presentes por tres veces el máximo título de la Virgen: "Madre de Dios, madre de Dios, madre de Dios".
En la Basílica se respira el aire de lasgrandes solemnidades. El Papa viste una sencilla casulla con una franja azul. Rodeado de los cardenales y monseñores de la Curia, sacerdotes, seminaristas, frailes, monjas, diáconos y fieles, asi como diversas autoridades y embajadores.
El Papa cruza las manos sobre el pecho y se recoge en oración, mientras el coro de la Capilla Sixtina entona el Credo y el Gloria. De vez en cuando, levanta la cabeza y mueve los labios recitando lo que el coro canta.
La primera lectura del libro de los Números en francés. La segunda lectura de San Pablo a los Gálatas en inglés. El evangelio de Lucas, cantado en latín por un diácono. "María conservaba todas estas cosas en su corazón".
Extractos de la homilía del Papa
"Palabras de fuerza, de coraje, de esperanza"
"No sólo esperanza ingenua"
"Esta esperanza tiene su razón en la bendición de Dios"
"Madre de Dios es el título esencial de la Virgen"
"En el Concilio de Efeso fue definida la divina maternidad de María"
Recuerda la primera basílica dedicada a la Virgen en Roma, la de Santa María la Mayor
"El sensus fidei que, en su unidad, nunca se equivoca"
"Nuestro itinerario de fe es igual al de María"
"Ella también tuvo que avanzar en el peregrinaje de la fe"
"La madre de Dios se convirtió en madre nuestra"
"María se convierte en fuente de esperanza y de alegría auténtica"
"Anuncio del Evangelio gozoso y sin fronteras"
"A Ella le confiamos nuestro itinerario de fe, nuestros deseos y especialmente el hambre y la sed de justicia, de paz y de Dios"
Pide a la gente que invoquen a la Virgen por tres veces: "Madre de Dios, madre de Dios, madre de Dios"
Escuchar audio por radio Vaticana, aquí
Texto íntegro de la homilía del Papa
La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.
El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.
Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios -la Theotokos- con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura.
María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia... camina en el tiempo... Pero en este camino -deseo destacarlo enseguida- procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (JUAN PABLO II, Enc. Redentoris Mater, 2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (CONC. ECUM. VAT. II, Const. Lumen gentium, 58).
Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.
La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz; y la invocamos todos juntos: ¡Santa Madre de Dios!
RD
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