¿Se ha enamorado usted alguna vez?” le pregunta un periodista al Papa en la última entrevista. Y Francisco responde que a los diecisiete años tuvo una “novieta”, y que al principio de su seminario otra chica le obnubiló durante una semana. Entonces el colega quiere saber más. “Pregúntele a mi confesor”, se zafa hábilmente el Papa con una sonrisa.
Pedro Arrupe, el que fuera superior general de los jesuitas y por tanto también del provincial Bergolgio, solía decir que “aquello de lo que te enamoras te cambia la vida”. A un año de pontificado cabe preguntarse cuales son los amores del papa Francisco, los que han marcado su primer año de pontificado.
El primero y más determinante es su amor al Jesús del Evangelio, que se ha traducido en no abandonar el tiempo dedicado a la unión con él. De ahí emana la importancia capital concedida a las bienaventuranzas sobre la mera doctrina moral: la alegría, que da título a su encíclica, y la misericordia, especialmente hacia los pobres, los enfermos, los marginados, los niños, los emigrantes, todos los condenados a vivir en la periferia, incluidos divorciados, homosexuales e increyentes. Esta dimensión de sencillez y cercanía le ha hecho presentarse con una autenticidad creíble, la humildad de san Francisco no exenta de la inteligencia práctica de Loyola. Resultado, hombre del año para muchas publicaciones y sobre todo en el corazón del pueblo.
Su segundo gran amor es la Iglesia, que concibe de forma más colegial que sus predecesores, con sabor a Vaticano II. Quiere descentralizar el “ministerio petrino” y ha reforzado la universalidad con el nombramiento de su G-8 cardenalicio, que apunta a una limpieza de las corrupciones y mayor consulta al pueblo, como muestra su encuesta preparativa del sínodo de la familia.
Su tercer amor es a la gente, primero la de la calle, a la que se dirige con un lenguaje accesible de signos y palabras, y a la que muestra un camino de esperanza y optimismo. De ello se deduce que el diálogo con todos, los teólogos, las otras confesiones, la cultura y el mundo secular se haya revitalizado después de años de involución y de actitud de condena. Pero también, la denuncia con los de dentro y los de fuera, en especial contra la dictadura del mercado y las grandes desigualdades sociales.
¿Oposición? La hay, sobre todo de la caverna tradicionalista; y más o menos sorda de algunos movimientos. No faltan tampoco desde el lado progre los que no le perdonan que no ordene a la mujer o que saque a relucir el diablo personificando el mal. Pero las cifras y el entusiasmo mediático por ahora le acompañan. Y es que quizá su mayor revolución es aparecer enamorado de un mundo que necesita recuperar la fe en algo.
Pedro Miguel lamet S.J.
El alegre cansancio
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