El encuentro de Jesús con la mujer Samaritana es una narración ejemplar del proceso de la fe en Jesús como el Mesías prometido. Es, justamente, un proceso catecumenal no exento de dificultades, en el que hay que dejar a un lado los intereses más inmediatos y superficiales, reconocer la verdad y también las mentiras de la propia existencia, para que, purificada la mirada, la mente y el corazón, dejados a un lado prejuicios, falsas ideas de Dios y, también, formas incorrectas de vida, seamos capaces de reconocer en Jesús al Mesías. Por todo ello el eje del diálogo es el agua, que sacia nuestra sed y limpia nuestro cuerpo, y, por medio del bautismo, sacia la sed más profunda de verdad y de sentido, y nos purifica del pecado y nos abre a la fe. No en vano, los catecúmenos reciben este domingo el símbolo apostólico de la verdadera fe.
Se trata en apariencia de un encuentro fortuito entre dos personas que representan, además, dos mundos culturales y religiosos enemigos y enfrentados. Pero al hilo del denso diálogo comprendemos que no hay aquí nada de casual: en las circunstancias concretas de nuestra vida, también con sus lados negativos (la servidumbre de las necesidades y el trabajo, las barreras de los prejuicios, las miserias morales y los autoengaños), Dios nos está buscando, se hace encontradizo, nos interpela. Jesús, en efecto, ha salido a nuestro encuentro y se ha hecho presente en nuestro mundo participando él mismo de todas sus limitaciones y fatigas. Expuesto a la tentación en el desierto de nuestro mundo, al que ha descendido de la luz de la divinidad (manifestada en el Tabor), para compartir nuestra vida, lo vemos aquí fatigado y sediento.
Precisamente, las fatigas y la sed que sentimos son el acicate y el motor principal de nuestros trabajos y nuestros afanes. En ellos estaba ocupada la mujer que se acercó al pozo. Jesús, sediento, pide de beber y se encuentra con la barrera de los prejuicios: los judíos y los samaritanos no se hablan, se evitan, ni siquiera se piden u ofrecen un simple vaso de agua.
En Siberia, cerca de Krasnoyarsk, hay un pueblo llamado “Suja”, una palabra que significa “seca”. Y es que era antaño un pueblo de una secta (llamada de los “viejo creyentes”) separada de la iglesia ortodoxa y que negaban a los ortodoxos que pasaban por allí, no sólo el pan y la sal, sino hasta el agua. Como vemos, las costumbres (las malas, en este caso) se mantienen y atraviesan tiempos y culturas, también religiones.
El caso es que Jesús pasa por encima de prejuicios y rompe barreras culturales y se dirige al ser humano concreto, oprimido por la sed, que no conoce color, condición social, sexo o religión. Y tras pedir, ofrece. Es un agua de otro tipo, que apaga otra sed, la que anida en lo profundo del corazón humano, oprimiéndolo. Pero la mujer, agobiada por las preocupaciones cotidianas, no entiende. O entiende desde el prisma de sus necesidades más perentorias. Sin embargo, en esas mismas necesidades están presentes, de un modo u otro, motivos de mayor calado. En el caso de la samaritana es su tradición religiosa, de la que el pozo de Jacob es una especie de símbolo. La samaritana insinúa así la superioridad de su fe sobre la del judío que habla con ella.
La respuesta de Jesús suscita el interés de la mujer, de nuevo, por motivos bastante pedestres: el agua viva de la que habla este extraño judío, si sacia la sed para siempre, libera también de la esclavitud de venir a sacarla del pozo. Ahora es la mujer la que pide: “dame de esa agua”, y la petición está bien motivada: “no tendré que venir más”. Es frecuente esta actitud en el ámbito de la religión. Pedir para ahorrarnos esfuerzos, para resolver por la vía milagrosa lo que nosotros mismos debemos solventar con nuestras fuerzas y capacidades. Es verdad que pedir por nuestras necesidades cotidianas es muy humano, hasta el mismo Jesús incluyó la petición del pan en la oración del Padrenuestro. Pero también es cierto que no es ese el objeto principal de la oración y de la relación con Dios. Para apagar la sed corporal ya está el pozo. Jesús, evidentemente, está hablando de otra cosa, aunque la mujer todavía no lo ha captado.
Así pues, el Maestro da otro paso e interroga a la mujer por su situación vital, el mundo de sus relaciones personales. Son los vv. 16-18 que hoy no recoge el pasaje leído: “Ve, llama a tu marido y vuelve. La mujer respondió, No tengo marido. Jesús respondió: Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido”. Así, en la conversación, Jesús pasa de las necesidades inmediatas, como el agua y el pan, a las verdades vitales, las que tocan el sentido de la vida, su autenticidad… Ahí toca hueso. La mujer trata de esquivar la cuestión. “No tengo marido”. La respuesta de Jesús sobre los cinco maridos la deja al descubierto. Dicen los entendidos que los cinco maridos representan a cinco dioses de cinco pueblos a los que se habría dado culto en Samaria (2 Rey 17, 24 y sigs.). Puede ser. Pero lo que importa ahora es que la Palabra de Jesús nos pone ante la verdad o la mentira de nuestra vida. Va a lo profundo y no admite componendas. La reacción de la mujer es realmente ingeniosa. Viendo la seriedad de lo que se le dice, decide dejar temas menores, como el agua y el pozo, y hablar de “cosas serias”, de cuestiones de teología. Sale el motivo teológico fundamental de la disputa entre judíos y samaritanos: el lugar de culto, Jerusalén o el monte Garizim. A veces, para no enfrentar la verdad existencial de nuestra vida (en religión, pero también en cuestiones de ética, en nuestras relaciones, etc.), nos ponemos serios y hablamos con solemnidad de cuestiones graves. En vez de la actitud interesada, la intelectual, que por importante que sea, se conveirte aquí en una forma de rehuir la propia realidad vital.
Jesús no rehúye la discusión. De hecho, se trata, en efecto, de una cuestión seria. Y no busca una actitud conciliadora, la verdad no es negociable. Por eso habla con claridad: “Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos”. Pero esto no es suficiente. La verdad religiosa no es una fórmula que tenemos en la cabeza o con la que atizamos la cabeza de los demás. Hay que ir más allá, a su significado verdadero, que es un significado salvífico: la adoración en espíritu y verdad. Llegados a este punto, la mujer expone lo que tal vez es una secreta esperanza, una sed que brota de lo profundo, la nostalgia de una verdad que salva: vendrá el Mesías y nos lo enseñará todo. No cabe duda de que toda la conversación ha preparado este momento. Jesús es el agua viva, el nuevo templo en el que se adora en espíritu y verdad, el Mesías esperado, que ahora se revela de manera personal.
Recibida el agua nueva, inmediatamente en la mujer se realiza la promesa de Jesús: esa agua se convierte en ella en un manantial, corre a los suyos y les comunica lo que ha descubierto, se hace apóstol de Cristo y, a diferencia del agua del cántaro, no se guarda para sí lo que ha encontrado.
Es fundamental lo que después dicen los paisanos de la mujer: no creemos sólo por lo que nos has dicho, sino que nosotros le hemos oído personalmente a Él. Es así. La verdadera fe en Cristo ha de brotar, primero, del anuncio (el testimonio de la samaritana a sus paisanos), pero, después, de la experiencia personal de encuentro con Él.
Los samaritanos ocupan un lugar importante en los Evangelios. Pese al desprecio que merecían de los judíos, en los Evangelios se los presenta bajo una luz benévola y positiva. De hecho, en nuestra cultura el “buen samaritano” es el símbolo del hombre bueno y desinteresado. Muy posiblemente, ya en tiempos de Jesús en su grupo de discípulos y, después, en la primitiva comunidad cristiana se incorporaron samaritanos. No sería de extrañar que su número fuera significativo, como parece indicar el episodio de la samaritana de Sicar.
Es otra lección que se puede extraer del texto: no hay pueblos, razas, culturas o religiones que estén excluidos a priori de la llamada de Dios. La fe en el Dios Padre de Jesucristo está abierta a todos, todos están llamados. Jesús es especialista en atravesar fronteras y derribar barreras porque sabe mirar al corazón de cada uno. Los que hemos recibido el agua viva de la fe deberíamos entrenarnos en el arte de experimentarla y vivirla como un manantial abierto a todos y evitar encerrarla en un cántaro exclusivo de unos pocos elegidos. Debemos aprender a vivir nuestra fe de una manera abierta, verdaderamente católica, “en espíritu y verdad”.
Ciudad Redonda
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