Tuesday, April 04, 2017

Plurales y radicales por Raúl González Fabre


Ser cristiano ¿es una manera inteligente de estar en el mundo contemporáneo, o la reliquia de otro tiempo destinada a ser barrida como el solemne culto de Amón o la ferviente devoción a Minerva?
Veamos. El mundo en que vivimos es irremisiblemente plural. Plural significa que la pregunta por lo deseable para la vida humana no tiene una sola colección de respuestas concretas, internamente coherente, plausibles para todos en el ámbito social.
Pueden añorarse los tiempos en que existía una colección de respuestas tal, única, coherente y plausible, en cada sociedad. Esa es la posición de los tradicionalistas. Hay tradicionalistas de muchos sabores: marxistas, islámicos, cristianos, hindúes, republicanos, conservadores, anarquistas… incluso liberales.
Ser tradicionalista no es una ideología (la ideología dependerá de qué tradición escojas ser tradicionalista) sino una posición ante la vida: solo hay una colección plausible de respuestas, y ella debe alcanzar tal predominancia social que silencie a las demás, una hegemonía cultural total.
Es una pretensión vana. En el pasado pudo sostenerse sobre dos hechos típicos:
  1. El contexto en que los hijos iban a vivir se parecía mucho al de sus padres, y por tanto los modos de vida que habían sido buenos para los padres podían suponerse buenos para los hijos. Las preguntas concretas no cambiaban gran cosa de generación a generación.
  2. La comunicación de propuestas diversas sobre modos de vida era pequeña, concentrada quizás en algunas ciudades nodos de comunicación terrestres o portuarios, de forma que en realidad había pocos candidatos diferentes a respuestas sobre cómo vivir.
Ninguno de esos dos hechos se dan ya: los contextos vitales son cada vez más amplios (ya más globales que locales), varían muy deprisa (porque la tecnología y la economía lo hacen), y la comunicación sobre posibles maneras de vivir ocurre a escala global (merced a los medios de comunicación de masas primero, a internet después).
La idea de una sociedad culturalmente homogénea ha dejado de tener sentido. Un conjunto único de cuestiones y sus soluciones solo puede imponerse totalitariamente, intentando aislar grupos humanos por la represión. Sea el Califato Islámico, Corea del Norte, Irán, Arabia Saudita o la Cuba insularizada, se trata de una batalla perdida desde el punto de vista cultural. Los muchachos incluso de los lugares más cerrados seguirán intentando ver en internet posibilidades diversas de vida, y acabarán pareciéndose más a los jóvenes de su misma edad en la otra punta del mundo, que a sus propios padres.
Más éxito en la homogeneización de los modos de vida tienen las dinámicas basadas en la seducción: el consumismo, las ‘espiritualidades del bienestar’, los ‘lenguajes políticamente correctos’ que consiguen hegemonías culturales en algunos ámbitos sociales, y semejantes. Pero estos son muy distintos del totalitarismo, porque siempre, mal que les pese, dejan espacio para las disidencias, por tanto para la pluralidad. En sociedades culturalmente abiertas, siempre hay quien está proponiendo con la palabra y ensayando en la práctica ‘lo alternativo’, ‘lo distinto’ a las respuestas predominantes. Cuando esas respuestas dominantes entran en crisis, y ya no son capaces de ofrecer caminos transitables en nuevos estados de cosas, la gente busca en las alternativas algo plausible que considerar.
Esto es relevante para la vida cristiana. Una buena analogía para nuestra situación actual la podemos encontrar en San Pablo, cuando buscaba un modo de vivir adecuado a la nueva fe en el contexto de las ciudades del Mediterráneo helenístico, grandes y plurales. San Pablo no disponía del Catecismo de la Iglesia Católica ni del Derecho Canónico; ni siquiera podía echar mano del Nuevo Testamento, porque los Evangelios no estaban compilados, los Hechos de los Apóstoles no habían sido hechos todavía, y las cartas las iba escribiendo el mismo San Pablo conforme las situaciones lo requerían…
San Pablo tenía sin embargo dos cosas esenciales: una experiencia personal viva del Espíritu y unas comunidades reales en las que también ocurría (no sin complicaciones a la hora de interpretarla) esa experiencia.
San Pablo no negó la pluralidad cultural de su mundo; no era un tradicionalista. Al revés, dedicó mucha energía al conflicto con las comunidades judeo-cristianas, en el cual negaba algunas respuestas tradicionales tenidas por muy sagradas.
En su primera carta (1 Tes 5,21) San Pablo nos dice una palabra interesante para nuestro tiempo: “Examinadlo todo; retened lo bueno”. Hay en ese versículo dos ideas:
  1. Todas las propuestas plausibles de modos de vida han de ser examinadas. Conforme las preguntas son nuevas incluso dentro del periodo de vida de una generación, nuestras mismas respuestas de ayer pueden no ser adecuadas; quizás sí, quizás no tanto. Otros pueden estar ofreciendo propuestas válidas de modos de vida, distintas a las nuestras. La pluralidad no es un enemigo sino una fuente de inspiración.
  2. Esa pluralidad de propuestas debe ser sometida a discernimiento para retener lo bueno, aquello coherente con la experiencia viva de la fe que continúa por la acción del Espíritu en cada persona y cada comunidad cristiana. No partimos de cero en ese discernimiento, porque con sus altos y bajos, dos mil años buscando modos de vida desde la fe nos han dejado hallazgos perdurables.
Esos dos mil años no contienen meramente respuestas a preguntas formuladas en circunstancias quizás muy distintas a las nuestras. Contienen también raíces de fondo a partir de las cuales hacer nuestras propias búsquedas hoy: la suprema e igual dignidad de todas las personas; la preocupación efectiva por los que sufren dolor o padecen injusticia; la importancia de la familia para la constitución de las personas; la comprensión de las estructuras económicas o políticas a partir del servicio a la gente común y no al revés; el valor irreductible de la relación trascendente en la vida humana; la fuerza de lo comunitario cuando es hecho por las personas y no impuesto a ellas; el rol de nuestras civilizaciones como continuadoras de la Creación de Dios y no como sus destructoras…
No son muchas cosas. Y no son las respuestas de otro tiempo a preguntas de otro tiempo. De hecho, no son las respuestas a nada. Son las raíces descubiertas en dos mil años de acción del Espíritu, sobre las cuales podemos discernir qué retendremos y qué no de las mil propuestas de modos de vida que dibujan el panorama de las búsquedas humanas abiertas a nuestras generaciones.
Y así los cristianos podemos ser, y somos, a la vez plurales y radicales, continuadores de una Tradición viva pero no tradicionalistas; asociados a las inquietudes y escuchando las ideas de todas las personas de buena voluntad; aportando fundamentos muy sustanciales, nada obvios, a la búsqueda global de respuestas para tiempos nuevos.
Es por cierto una manera inteligente de estar en el mundo.
Raúl González Fabre
entreParéntesis

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