La Curia Romana está formada por el conjunto de los organismos que
ayudan al Papa a gobernar la Iglesia dentro de las 44 hectáreas que rodean la
basílica de San Pedro. Son algo más de tres mil funcionarios. Nació pequeña en
el siglo XII, pero se transformó en un cuerpo de peritos en 1588 con el Papa
Sixto V, forjada especialmente para hacer frente a los reformadores, Lutero,
Calvino y otros. En 1967 Pablo VI y en 1998 el Papa Juan Pablo II trataron, sin
éxito, de reformarla.
Está considerada como una de las administraciones gubernativas más
conservadoras del mundo y tan poderosa que en la práctica retrasó, archivó y
anuló los cambios introducidos por los dos papas anteriores y bloqueó la línea
progresista del Concilio Vaticano II (1962-1965).
Continúa incólume, como si trabajase no para el
tiempo sino para la eternidad. Sin embargo, los escándalos morales y
financieros ocurridos dentro de su espacio han sido de tal magnitud que ha
surgido el clamor de toda la Iglesia pidiendo una reforma, a ser realizada, como
una de sus misiones, por el nuevo Papa Francisco. Como escribía el príncipe de
los vaticanólogos lamentablemente ya fallecido, Giancarlo Zizola (Quale Papa 1977): «cuatro siglos de contrarreforma habían casi extinguido el
cromosoma revolucionario del cristianismo original, la Iglesia se estableció
como un órgano contrarrevolucionario» (p. 278), y negadora de todo lo nuevo que
aparece. En un discurso a los miembros de la Curia el 22 de febrero de 1975, el
Papa Pablo VI llegó a acusar a la Curia romana de tomar «una actitud de
superioridad y orgullo ante el colegio episcopal y el Pueblo de Dios».
Combinando la sensibilidad franciscana con el rigor jesuita ¿conseguirá
el Papa Francisco darle otro formato? Sabiamente se ha rodeado de ocho
cardenales experimentados, de todos los continentes, para acompañarlo a
realizar esta ciclópea tarea con las purgas que necesariamente deberán ocurrir.
Detrás de todo hay un problema histórico-teológico que dificulta en gran
medida la reforma de la Curia. Se expresa por dos visiones contradictorias. La
primera, parte del hecho de que, después de la proclamación de la infalibilidad
del Papa en 1870, con la consiguiente romanización (uniformización) de toda la
Iglesia, hubo una concentración máxima en la cabeza de la pirámide: es el
papado con poder «supremo, pleno, inmediato» (canon 331). Esto implica que en
él se concentran todas las decisiones, un fardo que es prácticamente imposible
de llevar por una sola persona, aunque sea con poder monárquico absolutista. No
se acepta ninguna descentralización, porque significaría una disminución del
supremo poder del Papa. La Curia, entonces, se cierra en torno al Papa, al que
convierte en su prisionero; a veces bloquea las iniciativas desagradables a su
conservadurismo tradicional o simplemente deja de lado los proyectos hasta que
son olvidadas.
La otra vertiente conoce el peso del papado monárquico y busca dar vida
al Sínodo de Obispos, organismo colegial creado por el Concilio Vaticano II,
para asistir al Papa en el gobierno de la Iglesia Universal. Pero sucede que
Juan Pablo II y Benedicto XVI, presionados por la Curia que veía en ello una
forma romper el centralismo del poder romano, lo convirtieron en un órgano
solamente consultivo y no deliberativo. Se celebra cada dos o tres años, pero
sin ningún efecto real sobre la Iglesia.
Todo apunta a que el Papa Francisco, al convocar a los ocho cardenales
para con él y bajo su dirección proceder a la reforma de la Curia, cree un
órgano con el cual pretende presidir la Iglesia. Ojala amplíe este órgano
colegiado con representantes no sólo de la jerarquía sino de todo el Pueblo de
Dios, también con mujeres, que son la mayoría de la Iglesia. Tal paso no parece
imposible.
La mejor manera de reformar la Curia, a juicio de los expertos en las cosas
del Vaticano y también de algunos jerarcas, sería una gran descentralización de
sus funciones. Estamos en la era de la planetización y de la comunicación
electrónica en tiempo real. Si la Iglesia Católica quiere adaptarse a esta
nueva etapa de la humanidad, nada mejor que operar una revolución organizativa.
¿Por qué el dicasterio (ministerio) para la Evangelización de los Pueblos no
puede transferirse a África? ¿El del Diálogo Interreligioso a Asia? ¿El de
Justicia y Paz a América Latina? ¿El de la Promoción de la Unidad de los
Cristianos a Ginebra, junto al Consejo Mundial de Iglesias? Algunos, para las
cosas más inmediatas, permanecerían en el Vaticano. A través de
videoconferencias, skype y otras tecnologías de la comunicación, podrían mantener un contacto
diario inmediato. Así se evitaría la creación de un anti-poder, en el cual la
Curia tradicional es gran experta. Esto haría a la Iglesia Católica realmente
universal y no más occidental.
Como el Papa Francisco vive pidiendo que recen por él, tenemos que,
efectivamente, rezar y mucho para que este deseo se transforme en realidad para
beneficio de todos.
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