He sabido que algunos jóvenes, cuando oyen hablar del “Concilio”, piensan que se trata de algo antiguo e, incluso, anticuado. Mi generación, en cambio, considera que al Vaticano II se debe la gran renovación de la Iglesia actual. ¿Qué renovación?, dirán los jóvenes. Tampoco yo podría explicarlo del todo, pues en ese entonces era muy niño. Solo he conocido esta Iglesia, que a unos parece vieja o incomprensible y que para mí necesita renovarse aún más.
Así las cosas me pregunto: ¿qué tengo yo en común con las nuevas generaciones como para explicarles que el Concilio Vaticano II ha impulsado cambios enormes en la Iglesia, y cambios que todavía tienen que darse? Me cuesta referirme a las generaciones más jóvenes. Tengo la impresión de que vivimos en mundos distintos. Pero, si me detengo a pensar con más profundidad, si miro a mis sobrinos pequeños, cincuenta años menores, caigo en la cuenta de que tenemos en común al menos dos cosas: primero, tanto para ellos como para mí el amor es algo muy importante; segundo, a mí y a ellos nos gustan las papas fritas. Me perdonarán la comparación. Esta me anima a explicar que, a gracias al Vaticano II podemos imaginar que la Iglesia, si se renueva, tiene un enorme porvenir.
El desafío de los tiempos
Cuando los obispos del Concilio (1962 a 1965) fijaron la mirada en el mundo de esa época descubrieron que el gran signo de los tiempos era los grandes y acelerados cambios históricos, derivados del desarrollo de la ciencia y de la técnica, de la expansión del capitalismo y de las luchas por los derechos sociales. También hoy las nuevas generaciones pueden constatar que estas transformaciones continúan siendo el gran signo de los tiempos. Los jóvenes lo experimentan con mayor serenidad. Están mejor preparados que los mayores para surfear las agitaciones de la vida. Tal vez no sienten la angustia de sus padres ante el futuro. Pero, aun así, pueden avizorar que las extraordinarias posibilidades de la actual globalización tienen un reverso: el individualismo, la impersonalización, la provisionalidad de las relaciones humanas y el sentimiento de abandono correspondientes a una inseguridad en las comunidades de pertenencia.
El Vaticano II enfrentó una pregunta muy parecida a la que enfrentamos hoy todos, jóvenes y mayores: ¿cómo viviremos a futuro cambios tan grandes y acelerados? ¿Quiénes serán las principales víctimas de las transformaciones en curso y quién se hará cargo de ellas? ¿Qué reformas tienen que darse en la Iglesia para que ella efectivamente ofrezca orientación a los que buscan sentido a sus vidas y refugio a los que hayan sido excluidos?
Hace cincuenta años la Iglesia hizo un esfuerzo enorme por ajustar su realidad a las preocupaciones de su tiempo. Quiso ponerse al día. Lo hizo, curiosamente, yendo hacia atrás. Volvió a las fuentes primeras, al Evangelio y a su propia historia. Así pudo distinguir lo esencial de lo transitorio, la gran Tradición de los tradicionalismos asfixiantes, para intentar luego nuevas respuestas, nuevas maneras de entender y organizarse ella misma de acuerdo a las necesidades que iban surgiendo. Esto que el Vaticano hizo tantos años atrás es lo que la Iglesia tendría que continuar haciendo hoy. En ello han insistido los últimos papas. El Concilio nos ha dejado tarea para rato. La tarea es la misma. Pero, además, son los mismos los aportes del Vaticano II para cincuenta años atrás y para los futuros cincuenta, cien o quinientos por venir. Señalo algunos.
Aportes del Concilio
a) Una idea dominante fue que Dios quiere y puede la salvación de todos los seres humanos. Esto es fácil de entender para los jóvenes ya que tienen una noción más positiva de Dios y de las demás culturas y religiones. Para los católicos de principios de siglo XX, incluida la jerarquía de la Iglesia, no era tan fácil admitirlo. Entonces se pensaba que “fuera de la Iglesia no había salvación”. Algo así hoy, además de equivocado, parece insoportablemente mezquino. El Vaticano II obligó a creer, por el contrario, que el amor es el principal criterio de la salvación. Fue extraordinariamente audaz. Al afirmar que los fieles de otras religiones o los ateos podrían “salvarse” si amaban y, por el contrario, “condenarse” los católicos por no hacerlo, relativizaron la necesidad de la Iglesia. Lo sabían y, sin embargo, quisieron correr el riesgo de ajustar el discurso y la organización de la Iglesia a esta extraordinaria convicción.
La conciencia de la importancia de “todos” a los ojos de Dios de parte del Concilio, continúa siendo clave y tremendamente actual. ¿Cómo no va a ser decisivo a futuro que haya una autoridad moral, en este caso la Iglesia, que declare que todo ser humano tiene una misma dignidad y que la religión ha de ser un factor de libertad, de justicia y de amor entre los seres humanos, y jamás de sectarismo, de fanatismo y de violencia? La Iglesia hoy, como la de hace cincuenta años, sabe que esta es su misión. No excluye que otras religiones y filosofías también la tengan. Se alegra que los credos converjan en ella. Pero ella sabe que su vocación particular es su lucha para que “todos” tengan lugar en el mundo. Sin lucha, la posibilidad de involucionar al racismo o a pensar que hay seres humanos superiores está allí esperando otra posibilidad. La humanidad conoce retrocesos atroces.
b) Esto la Iglesia conciliar pretende alcanzarlo a través de un anuncio renovado de Jesucristo. Cualquiera que medite con calma acerca de la necesidad que tenemos de saber quién es el ser humano y qué orientación puede dársele a los increíbles desarrollos culturales alcanzados, caerá en la cuenta de que el Vaticano II tiene gran actualidad. Las ciencias y las técnicas serán siempre un aporte al nivel de los medios. Pero no puede pedírseles más. Sobre el sentido de la vida humana solo pueden decirnos algo importante algunas grandes personalidades, las personas auténticas y, sobre todo, las grandes tradiciones filosóficas y religiosas cuando se abren a la realidad y a sus cambios.
El Concilio reencontró en un estudio más profundo de la Sagrada Escritura al Hijo de Dios encarnado en Jesús de Nazaret como orientación fundamental para el ser humano. Desde entonces se ha subrayado que Cristo es el hombre que revela al hombre su propia humanidad. Pero, además, distinguió la Sagrada Escritura de la Palabra de Dios para enseñar que Dios, que habló en la Biblia, sigue hablando en la historia a través del Espíritu de Cristo resucitado. Por tanto, Jesucristo puede orientarnos con su ejemplo evangélico, pero también dándonos a conocer interiormente por dónde debemos avanzar, cuál es nuestra vocación y el sentido de nuestra vida.
c) Termino con un tercer aporte teológico del Concilio, contribución que aún tiene que llevarse a la práctica. El Vaticano II ha querido que la Iglesia sea un sacramento de unión y de comunión entre todos los hombres y con Dios; un factor decisivo, en palabras de Pablo VI, de la “civilización del amor”. Desde entonces, ella misma ha debido ofrecer a cualquier ser humano un lugar digno en el mundo. ¡Cuánto se necesita hoy comunidades que nos reconozca como suyos! Necesitamos una que nos dé un nombre al nacer y nos ampare hasta la muerte. El Concilio ha querido que la Iglesia ofrezca una pertenencia definitiva al Cristo que, por representar al Dios que es amor, nos reconoce y reúne en una comunidad. En las comunidades de la Iglesia conciliar, ha pasado a ser decisiva la igual dignidad de las personas. La Iglesia latinoamericana, por su parte, ha llegado a la conclusión de que esto realmente se logra cuando los cristianos optan por los pobres y cuando ella se constituye en la “Iglesia de los pobres”. Allí donde los pobres se sienten en la Iglesia como en su casa.
La Iglesia que el Concilio ha querido debe ser humilde. En ella el bautismo debe considerarse el principal sacramento, de modo que los sacerdotes estén al servicio de todos los bautizados. Esta horizontalidad querida por el Vaticano II, también ha debido darse en relación a los otros pueblos y credos de la tierra. Una Iglesia humilde, en la cual todos pueden ser protagonistas y que reclama este derecho para todos los habitantes del planeta, debiera tener una gran actualidad.
En suma, intuyo que podemos entendernos las diferentes generaciones. Porque todos podemos apreciar que las principales convicciones del Vaticano II están vigentes. Pues si las papas fritas nos unen a jóvenes y a mayores, nos une mucho más el reconocimiento de que el amor es lo más grande, y lo que la Iglesia del Concilio ha querido es amar a la humanidad con un lenguaje nuevo y una organización más acorde con el Evangelio.
Jorge Costadoat S.J.
Cristianismo en Construcción
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