El día de su ordenación sacerdotal, Antonio José Sarmiento, S.J. hizo una bella oración en el momento de la acción de gracias, después de la comunión. Como esto pasó hace más de veinte años, no recuerdo los detalles de su plegaria, pero no puedo olvidar que hizo referencia a la multiforme variedad de palabras que componen el campo semántico de la gratitud: Nos habló con gracejo de la gracia de su vocación; dio gracias por tantos bienes recibidos a lo largo de su vida; dijo que se sentía agradecido con Dios, con sus familiares y amigos, y con otras muchas personas que nos habíamos hecho presentes de una manera tan grata para él en este día tan especial; subrayó que se sentía profundamente congratulado y gratificado por la extraordinaria asistencia a la celebración; agradeció que su experiencia de Dios fuera tan gratificante; declaró el agrado que sentía por ser una persona particularmente agraciada por Dios; expresó su agradecimiento al coro que había hecho agradable la ceremonia; habló de la gratuidad con la que quería vivir su sacerdocio; manifestó su gratitud con el obispo y con todos los presentes; exaltó lo gratuito de la vida, observando que todo lo valioso de su existencia lo había recibido gratis; terminó afirmando que se consideraba muy gracioso, pues lograba decir grandes verdades graciosamente y que nos quería gratificar con una copa de vino y una tajada de ponqué, a la que estábamos todos invitados, gratuitamente.
El refrán popular nos recuerda que “ser agradecidos es de bien nacidos”. Por algo esta es una de las primeras cosas que los papás y mamás enseñan con mucha insistencia a sus hijos e hijas: “¿Cómo se dice?”, repiten al unísono después de que sus hijos han recibido algún regalo o han sido objeto de alguna obra buena; y los niños y niñas, antes de saber pronunciar muy bien las palabras, balbucean, como pueden, su gratitud. Tal vez esta es la enseñanza más importante del pasaje que nos trae el evangelio de este domingo, que nos presenta a un Jesús peregrino que, de camino hacia Jerusalén, pasa por entre las regiones de Samaria y Galilea: “Y llegó a una aldea, donde le salieron al encuentro diez hombres enfermos de lepra, los cuales se quedaron lejos de él gritando: –¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Cuando Jesús los vio, les dijo: –Vayan a presentarse a los sacerdotes. Y mientras iban, quedaron limpios de su enfermedad”.
Lo curioso del pasaje que se nos presente hoy es que sólo uno, al verse limpio, “regresó alabando a Dios a grandes voces, y se arrodilló delante de Jesús, inclinándose hasta el suelo para darle gracias. Este hombre era de Samaria”. Entonces Jesús se pregunta: “¿Acaso no eran diez los que quedaron limpios de su enfermedad? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Únicamente este extranjero ha vuelto para alabar a Dios?” Evidentemente, san Lucas quiere destacar el hecho de que los extranjeros, los que eran considerados como parias por parte el pueblo de Israel, son los que reconocen con mayor facilidad las gracias que reciben. Cuando nos sentimos con derechos y pensamos que lo que hemos recibido nos lo hemos ganado, ya sea por nuestros propios méritos o por otra razón, ya sea étnica, religiosa, cultural, política, social, económica, no reconocemos la gratuidad del don recibido. ¿Cuál es nuestra experiencia? ¿De verdad dejamos que de nuestro interior brote con frecuencia la acción de gracias por tanto bien recibido? ¿Agradecemos la luz del sol que gratuitamente nos regala Dios cada día? ¿Reconocemos la gratuidad de nuestro corazón que no descansa ni siquiera mientras dormimos? ¿Decimos gracias por las maravillas de la amistad y la ternura que no se cobran? ¿Nos sentimos gratificados por todo lo gratuito y gracioso de la vida? No olvidemos nunca que el campo semántico de la gratitud es muy variado.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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