Sunday, May 09, 2010

La homilía de Betania: EL DON DE LA PAZ Y DE LA FORTALEZA

Por José María Martín OSA


1.- Los frutos de la resurrección son la alegría, la paz y el testimonio de vida. ¿La alegría se nota en nuestra vida y en nuestras celebraciones? Hay muchos niños y jóvenes que no se sienten atraídos por nuestra forma de celebrar rutinaria y triste. Sin embargo, hay muchas comunidades que saben vivir el gozo de la experiencia pascual, que celebraron con entusiasmo la Vigilia Pascual sin mirar al reloj. Ahí se nota que hay algo más que un mero cumplimiento del precepto dominical. ¿Y la paz? La que Jesús nos regala es lo más grande del mundo, es la plenitud de todos los dones del Espíritu. Si la paz reina en nuestro corazón seremos capaces de transmitirla a los demás y de construirla a nuestro alrededor. “La paz os dejo, mi paz os doy”: la paz la ofrece Jesús como un don precioso. En la Biblia, la paz es uno de los grandes signos de la presencia de Dios y de la llegada del Reino, síntesis de todos los deseos de bienestar, de justicia, de abundancia, de fraternidad. ¡Casi nada! ¿Cómo dar testimonio de nuestra fe en el mundo de hoy? No bastan las palabras, es nuestra propia vida el mejor testimonio. La diferencia entre alguien "que practica" y alguien "que vive" es que el primero lleva en su mano una antorcha para señalar el camino y el segundo es él mismo la antorcha. Se notará en tu cara, en tus comentarios, en tus gestos, en tu forma de ser si has experimentado la alegría del encuentro con el resucitado. Si eres feliz, transmitirás felicidad. Y quien te vea dirá: "merece la pena seguir a Jesús de Nazaret".



2.- El Espíritu vivifica y nos ayuda a distinguir lo que de verdad importa. Todo este capítulo 14 de Juan está envuelto en una atmósfera de despedida. Jesús anuncia, promete y revela una nueva presencia que, sin duda, supone una novedad significativa. En el Antiguo Testamento se concebía a Dios como una realidad exterior al hombre y distante de él. El anuncio de Jesucristo es que el Padre no es ya un Dios lejano, sino el que se acerca al hombre y vive con él, formando comunidad con el ser humano, objeto de su amor. Buscar a Dios no exige ir a buscarlo fuera de uno mismo (sea en el Templo, en la montaña, etc.), sino dejarse encontrar por Él, descubrir y aceptar su presencia en una relación que ya no es de siervo-señor, sino de Padre-hijo. Pero esa presencia de Dios en el hombre no es estática, sino la de la de su Espíritu, dinamismo de amor y vida que nos introduce en Él a todos los que guardamos la palabra de Jesús y amamos la verdad. Y así, nos hace don, como el mismo Dios es don expansivo. Ahí comenzamos a producir frutos. Por lo tanto, el Espíritu es el que nos guía a descubrir y vivir cada día la novedad de Dios, la novedad de la Buena Noticia, de la vida nueva, la novedad del amor a tope, hasta el extremo. Es una hermosa aventura la que se nos propone. El peligro está siempre en no creer en el Espíritu, en no aceptar su presencia y, por eso, en replegarse, en mirar hacia atrás, en repetir lo de siempre, en pensar que ya tenemos la verdad y que hay que defenderla, en vez de hacerla. De ahí la tendencia a poner normas, a imponer cargas, a multiplicar prohibiciones. Esto es lo que les pasaba a los primeros cristianos tal como relata el Libro de los Hechos. Pero supieron discernir y dilucidar en el primer concilio de la Iglesia que no era necesario poner cargas absurdas, pues lo fundamental era la fe en el Cristo resucitado y dejarse llevar por la fuerza del Espíritu. Del mismo modo, nosotros debemos dejarnos conducir por el Espíritu para abrir nuevos caminos, para nuevas presencias de encarnación, para vivir sin complejos la fe.



3.- El Espíritu es defensor, maestro, abogado, animador e iluminador de la fe de la Comunidad y de cada uno. El Espíritu nos enseña y recuerda todo lo dicho por Jesús (v. 26). Ésta es la gran tarea que Jesús le encomienda. Es fácil deducir que el creyente no está solo, no es un huérfano. Primero, porque el Padre no es Alguien lejano y distante; más bien, somos santuario y morada de Dios mismo: “vendremos a él y haremos morada en él” (v. 23). Esto lógicamente supone unas relaciones nuevas con Dios-Padre: no es posible vivir como si todo fuera como antes; desde Jesús, todo ha cambiado. ¡Cuánto nos cuesta entender a los creyentes esta novedad! ¡Cuán lejos está nuestra espiritualidad de cada día de esta inusitada novedad que se propone y a la que se nos convida! ¡No nos enteramos! Pero es que, además, la muerte de Jesús ha sido ocasión para ser llenados por la presencia viva del Espíritu, quien vive en nosotros, está en nosotros y nos enseña el arte de vivir en verdad. Por eso, el creyente vive animado por el Espíritu creador que hace nacer el gozo de la fe y vive desde esa convicción. ¡Quién sabe si la presencia del Espíritu forma parte o no de nuestro estilo de creyente! Posiblemente, el mejor regalo de Jesús, que es el Espíritu, sea el “Gran Desconocido” en la espiritualidad cristiana. ¡Qué pena! ¡Hemos rechazado el gran regalo de Jesús! Pero... sin ese Espíritu, estamos abocados al fracaso, achicados y encerrados en nuestros “castillos” de seguridad, pero perdiendo nuestra actitud de testigos “locos”, porque nos sentimos empujados por esa fuerza. De ahí que en momentos de crisis y de dificultad, nuestra tentación es aferrarnos a normas, a “defensas de la verdad” a toda costa y así aguantar el temporal. La consecuencia: perder prácticamente la novedad del Espíritu, de Jesús mismo. Sin embargo, Jesús nos alienta: con la paz viene la calma y el valor para afrontar las dificultades.

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