La proximidad de Dios que nos hace prójimos
Como sabemos, el legalismo fariseo multiplicaba las normas de obligado cumplimiento, y ponía en su estricta y completa observancia la verdadera religión. Cuando las normas se multiplican es inevitable que se produzcan conflictos entre ellas, y se hace necesario discernir criterios de prioridad. También suele suceder que se multipliquen las opiniones sobre la adecuada jerarquía de las normas y que, en consecuencia, aparezcan distintas escuelas que disputan entre sí. La pregunta del fariseo a Jesús, “para ponerlo a prueba”, tiene toda la pinta de ser una pregunta de ese tipo: el deseo de comprobar a cuál de las escuelas rabínicas se adhería Jesús, y juzgar así sobre su ortodoxia, desde el punto de vista, claro, del fariseo en cuestión.
Pero Jesús no es un simple rabino, ni la suya es una opinión de escuela. Jesús ha venido a dar cumplimiento a la Ley, a llevarla a la perfección. Y, a tenor de su respuesta, esto significa limpiarla de la maraña de prescripciones rituales sobre las más peregrinas cuestiones, para ir al corazón de la misma: el amor a Dios (con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas y con todo el propio ser) y al prójimo (como a sí mismo). Al responder a la pregunta (más o menos capciosa) del fariseo, Jesús aprovecha para revelarnos la nueva Ley del Evangelio, la Ley del amor y de la gracia, que lleva a perfección la Ley mosaica. Pero, podríamos preguntar, ¿dónde está la novedad, cuando en su respuesta Jesús se limita a citar dos textos del Antiguo Testamento? Cita, en efecto, Deuteronomio 6, 4-9, en lo referente al amor a Dios, y Levítico 19, 18 para el amor al prójimo. ¿Está Jesús sólo rescatando la Ley del Sinaí de la maraña legal farisea o hay en sus palabras verdadera novedad?
Para aclarar esto hemos de atender a la parábola del buen samaritano, con la que Jesús responde a la segunda pregunta del fariseo: ¿Quién es mi prójimo? El interlocutor de Jesús parece no tener dudas en lo referente al amor de Dios, pero no tiene del todo claro a quién abarca la obligación del amor a los demás, esto es, quién es nuestro prójimo al que debemos nuestro amor. Si nos atenemos a la Ley de Moisés, sustanciada en el Decálogo, sólo los familiares son próximos, y sólo hacia ellos el deber positivo de hacerles el bien. Así hay que entender el cuarto mandamiento, el único de la segunda parte de la tabla que manda actuar positivamente respecto de los propios padres y, por extensión, con el resto de los familiares (apurando algo más se podría incluir a los paisanos y connacionales). En lo que se refiere a todos los demás, más lejanos, sólo hemos de abstenernos de hacerles mal (es el contenido negativo de los otros seis mandamientos), esto es, basta con la exigencia del respeto. Pero, en su respuesta al fariseo, Jesús pone como ejemplo de prójimo, esto es, de “próximo” y cercano, a quien era para los judíos prototipo del extraño, del extranjero, del herético y enemigo, merecedor sólo de odio y desprecio: un samaritano. De esta manera paradójica y provocativa Jesús amplía el círculo de los próximos, de los familiares y hermanos (destinatarios del cuarto mandamiento) hasta incluir en él a todos los hombres y mujeres sin excepción, eliminando así toda frontera nacional, racial, incluso religiosa: todo ser humano es prójimo para ayudar y recibir ayuda, para hacer el bien y que se lo hagan, para amar y ser amado. Y es que, en verdad, la necesidad y el sufrimiento, así como la verdadera compasión, no entienden de fronteras, razas o confesiones. Jesús, con su parábola del buen samaritano, nos ha aproximado a todos, nos está invitando a superar todo extrañamiento, toda excusa (nacional, racial o religiosa) para eximirnos de la misericordia.
Sin embargo, no debemos pensar que con su respuesta Cristo sólo se ha referido a la segunda parte del mandamiento principal, dejando intacta la que se refiere a Dios. En realidad, al contarnos la parábola del buen samaritano, Jesús nos está transmitiendo una nueva imagen de Dios: si todo ser humano es mi hermano y, por tanto, depositario potencial de un amor activo, que se traduce en solicitud y ayuda, es porque Dios es el Padre de todos sin excepción, y nos hermana a todos en una misma familia. Sólo a la luz del Dios Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos es posible entender el mandamiento del amor universal, que incluye hasta a los enemigos (cf. Mt 5, 44-45), y, que, como se desprende de las palabras de Jesús, no consiste en un benévolo sentimiento de simpatía (que puede muy bien no darse), sino en una voluntad efectiva de hacer el bien.
La paternidad de Dios que hace de todos los seres humanos prójimos y hermanos no es una mera metáfora para decir que Él es el principio del que todo viene. Su paternidad expresa una relación esencial e interna, y anterior a la creación de las cosas y los hombres: es el Padre del Hijo Unigénito, unidos entre sí por el Espíritu del Amor. Y esa paternidad de Dios se ha hecho cercana y próxima en la encarnación del Hijo. Dios no está lejos de nosotros. Ya Israel intuyó esta cercanía de Dios: la voz del Señor, su palabra y su mandamiento no están en el cielo o allende el mar, sino muy cerca de ti, en tu corazón y en tu boca. Esa Palabra es el mismo Jesucristo, el “Dios con nosotros”, que en su encarnación se ha hecho imagen visible del Dios invisible y ha reconciliado consigo todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz. Él es en persona la perfección y el cumplimiento de la antigua Ley. En Jesús Dios se ha aproximado a nosotros, se ha hecho prójimo y hermano nuestro, y en él nos ha convertido a todos en prójimos y hermanos.
En Cristo entendemos que no hay contradicción alguna entre amor a Dios y amor al prójimo, sino que los dos preceptos son dimensiones de un único mandamiento principal. Cuando nos acercamos a los demás haciéndonos prójimos suyos, brindándoles nuestra ayuda y tratando de hacerles bien, estamos haciendo próximo a Dios, que es amor, pues estamos encarnando y visibilizando al amor mismo; pero este movimiento es posible porque Dios ya se nos ha aproximado, en Jesucristo, y en él nos ha mostrado su rostro paterno.
Así pues, el camino que lleva al templo, esto es, al verdadero culto de Dios, no es el camino directo del sacerdote y el levita, que para llegar a tiempo al templo dan un rodeo y evitan el encuentro con el que está en necesidad. Al contrario, ese rodeo de la atención solícita al que sufre, se convierte en el atajo que lleva a Dios verdadero, al Dios Padre de Jesucristo y Padre nuestro.
Ciudad Redonda
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