Vaya por delante que soy MUY aficionado a los videojuegos. Mientras muchos de vosotros jugáis al pádel o hacéis fotografía artística, yo paso parte de mi escaso tiempo de ocio intentando frenar a Atila en las fronteras del Imperio romano, o construyendo un emporio de café y cacao en el Caribe del s.XVI. Y de vez en cuando, asumo el papel de un curtido miembro de las fuerzas especiales y me lío a tiros con peligrosos terroristas internacionales en las montañas de Afganistán.
Esta mañana, me he despertado con la noticia de que un joven se ha presentado con una máscara y una espada en un instituto de Suecia, y ha matado a un profesor y un alumno. El medio que me ha informado hablaba de un posible móvil político, e incluía la foto que ilustra este artículo.
No dudo de las posibles motivaciones políticas, pero, ¡qué queréis que os diga! La estética me suena, me suena mucho.
Tranquilos, no voy a soltar el rollo de que todo es culpa de los videojuegos o los juegos de rol. He empezado diciendo que me gusta jugar, y pienso seguir haciéndolo. Pero el caso es que a mi hijo de 14 años también le gusta, y el pobre tiene muy mala suerte: sus padres tienen la manía de hacer caso al “sellito” ese que viene en la carátula y que indica la edad mínima recomendada, y muchos de los juegos a los que le gustaría jugar son para mayores de 16 o de 18. Su infortunio es doble, porque la inmensa mayoría de sus compañeros y amigos tienen padres mucho menos maniáticos (de hecho, sólo conocemos otro caso de padres “seguidores del sello”, y curiosamente, también uno de los progenitores se dedica profesionalmente a la informática). Así pues, los videojuegos más novedosos son tema habitual de conversación en el cole y de reuniones para “jugar en equipo”, y claro, el pobre queda excluido. Algunos padres no sabemos qué hacer para amargar la infancia a nuestros hijos.
No tengo ninguna formación en psiquiatría o psicología, pero sí tengo experiencia en juegos “en primera persona”, es decir, esos en los que miras por los ojos del protagonista y manejas sus manos con el mando o el teclado. En los juegos más modernos, lo que hay a tu alrededor es extraordinariamente realista: si ves una farola y le pegas una pedrada, rompes la bombilla, y no es que el juego vaya de pegar pedradas a farolas: simplemente, los autores (que son unos auténticos artistas) intentan que todo sea lo más real posible, así que las cosas que te vas encontrando se pueden agarrar, se pueden tirar, se pueden romper…
Lo que no es tan realista es tu personaje; por lo general, puedes hacer cosas increíbles: saltas unas distancias imposibles, das unos golpes demoledores, caes desde grandes alturas y cuando llegas al suelo, como mucho, lanzas un “uff” mientras la vista se te nubla un poco. En los videojuegos “en primera persona” eres prácticamente Superman, y a veces eres, de hecho, Superman.
En las temporadas en que he jugado más a este tipo de juegos, me he sorprendido a mí mismo imaginando hacer en la calle lo que hago en el videojuego. He sentido la sensación de que podría realmente saltar de una terraza a otra, o cruzar la calle pasando por los techos de los coches en marcha. Y en esas ocasiones siempre pienso: si yo, con 45 años, tengo esa falsa percepción, qué verá un chaval de 13 años que, además, pase mucho más tiempo que yo jugando.
Ya sé que eso que ocurre en los videojuegos también pasa en las películas, pero en el cine siempre ves a OTRO haciendo esas cosas. En el videojuego las haces TÚ. Es como si acumulásemos experiencias personales totalmente falsas, y temo que una mente en construcción no sepa diferenciarlas con claridad de las auténticas. Si además esa mente dedica mucho tiempo al videojuego, tal vez acabe por considerar a ese mundo más real que el auténtico. Y además, ese mundo es bastante más atractivo: ¿Cómo resistirse a ser un superhombre y, además, ser el protagonista absoluto de tu mundo?
Porque en esos videojuegos no estás sólo: hay otros personajes, algunos manejados por otros jugadores, y otros controlados por el ordenador. En la mayoría de los casos, la interacción con tu entorno no es precisamente amable: por lo general, te dedicas a machacar a todo bicho viviente: a tiros, a bombazos, acercándote sigilosamente por detrás y clavándoles un puñal en el costado, echándoles un perro feroz o directamente enfrentándote a ellos con una katana y rebanándoles el pescuezo. En efecto, la vida en estos juegos no tiene ningún valor; es más, necesitas matar para pasar de nivel… matar muchísimo, ser un auténtico carnicero, un homicida despiadado.
Alguno me dirá que siempre hemos jugado a estas cosas. En mi generación, éramos 007 o Matzinger Z, pegábamos tiros o disparábamos rayos con pistolas de plástico, y matábamos y moríamos en la plaza del barrio. Pero todo eso ocurría en nuestra imaginación, no había la menor pizca de realismo. No nos salpicaba la sangre del colega al que matábamos, no veíamos impasibles como se desangraba tras cortarle el cuello. Era imposible que nuestra mente percibiera aquello como una experiencia real. Después nuestra madre nos llamaba a voces desde la ventana, y subíamos a comernos el bocadillo de Nocilla. Lo siento, pero NO era lo mismo.
Tal vez este chico enmascarado que ha matado a dos personas con su espada sea en efecto un fanático político, pero creo que existe la posibilidad de que, tras estos dos crímenes, el tipo crea que ha pasado de nivel
(apareció el 27 de octubre de 2015)
pastoralsj
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