En noviembre de 1978, cuando Chile estaba en plena dictadura, el Cardenal Silva Henríquez tuvo la valentía de convocar un simposio internacional y encender en la catedral de Santiago un cirio por los Derechos Humanos. Fue un gesto profético, propio de una Iglesia que comprende que la gloria de Dios es la vida digna del hombre y de la mujer. El drama fundacional de Caín y Abel se hizo dramáticamente actual cuando resonaron las potentes voces que entonaban la Cantata por los Derechos Humanos, compuesta por Esteban Gumucio.
Era un año emblemático porque coincidía el trigésimo aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos (1948) con los quince años de la Mater et Magistra (1963), encíclica con la cual la Iglesia asumió esta nueva perspectiva de la humanidad. Pocos días después del simposio, los medios de comunicación darían a conocer el macabro hallazgo de los hornos de Lonquén, evidencia irrefutable de los crímenes cometidos por el Régimen. Encender un cirio en ese momento era justo, urgente y necesario.
Los torturados, los detenidos desaparecidos y sus familias, fueron víctimas emblemáticas del horror humano acontecido en Chile, sin embargo, no fueron las únicas. Tal vez el deseo por superar lo vivido, la necesidad compulsiva de imaginar un nuevo Chile (libre, democrático, respetuoso, emprendedor, etc.) impidió ver lo evidente: que las vulneraciones seguían siendo cotidianas porque un gobierno autoritario es apenas el síntoma de una cultura autoritaria. Y una cultura, la forma de relacionarse unos con otros, lo que se valora o desprecia, no es algo que se acabe con un plebiscito. El regreso a la democracia no significó la plena garantía de derechos para todos y todas, aunque lamentablemente sí redujo el ahínco con que se defendieron en las décadas anteriores.
Pequeños o grandes grupos humanos, por las más variadas (y estúpidas) razones, siguen siendo puestos al margen del respeto, obviados de las decisiones políticas o de las condiciones necesarias para una vida que les permita experimentarse como plenamente “humanos” y como hijos amados por Dios. Entre ellos, debemos contar a los niños, niñas y adolescentes.
A diferencia de lo que ocurre en el resto de América Latina y del mundo desarrollado, los cuatro millones y medio de personas que tienen menos de 18 años y habitan en Chile, no cuentan con una ley ni un sistema de garantías que vele por sus derechos. Para vergüenza nacional, la última legislación en esta materia está a punto de cumplir cincuenta años: la Ley de Menores de 1967. Reflejo de un paradigma completamente caduco, está más centrada en disciplinar a los “menores” pobres y conflictivos que en garantizar derechos a todos y todas, incluyendo derechos civiles y políticos.
No pocos arguyen que las condiciones de vida de los niños en Chile son mucho mejores que en otros países, que deberían darse por satisfechos, cumplir con sus deberes y dejar de reclamar. No obstante, la foto de un grupo de niños de clase media baja, donde varios muestran sobrepeso y todos visten el uniforme de una escuela subvencionada (de dudosa calidad…), no es la imagen que mejor grafica a un Estado que garantiza derechos. En el mejor de los casos, podría graficar los efectos del “chorreo” neoliberal”.
Todavía hay mucho por hacer para que los tomadores de decisiones y la ciudadanía en general entienda que este inmenso grupo de personas son seres humanos con derechos que pueden y deben ejercer. Incluso, todavía genera impacto cuando la prensa informa que la niñez constituye el grupo a quien la pobreza afecta más duramente: mientras que el porcentaje nacional es del 14,4%, en el grupo de 0 a 17 años la pobreza asciende a un 23%.
Así como los derechos de las mujeres no son derechos más “delicados”, ni los derechos de los indígenas son derechos “folclóricos”, los derechos de niños, niñas y adolescentes NO son derechos “chiquitos”. Son Derechos Humanos. Afirmarlo con claridad implica reconocer que tienen tanto derechos económicos, sociales y culturales como derechos civiles y políticos.
En países cercanos como Brasil y Argentina, los adolescentes desde los 16 años pueden votar para elegir a sus autoridades; más allá de la crisis de la política, en Chile esto ni siquiera es un tema de discusión. En Bolivia, Perú o México existen instancias locales como las Defensorías o Procuradurías de la niñez que garantizan la respuesta del Estado ante una vulneración; en el proyecto de ley presentado en septiembre por La Moneda nada de esto queda claro. De hecho, repite insistentemente que las garantías a las que se compromete el Estado serán de acuerdo a la “disponibilidad presupuestaria” (casi como decir “en la medida de lo posible”).
En este momento Chile se enfrenta a una posibilidad única: ponerse al día con un tratado internacional que ratificó hace veinticinco años, la Convención de Derechos del Niño. El Ejecutivo se comprometió a presentar una serie de proyectos de ley que armonizarán la legislación y la institucionalidad nacional referida la infancia: Sistema de garantías de derechos, Defensor del Niño, nuevos Servicios de Protección y de Responsabilidad Penal, reforma a los Tribunales de Familia. En este momento, en el Parlamento se discute una ley marco que, se espera, sirva para instaurar un nuevo trato con la niñez.
Ante este escenario, los creyentes cristianos, en general, y los católicos, en particular, no podemos tomar una postura ingenua y, mucho menos, servir de trinchera para que sectores reaccionarios y desinformados se parapeten tras los muros de la Iglesia para frenar el avance de la garantía de derechos. Es importante insistir en que los católicos SÍ estamos por contribuir, de manera lúcida, crítica y propositiva, a generar condiciones de vida digna para todas y todos y, en este caso, para los niños, niñas y adolescentes.
La razón de nuestro compromiso es ser fieles al espíritu profundo del Evangelio de Jesús de Nazaret. El mismo que devuelve a la vida a la hija de Jairo; el que reprende a los discípulos que discriminan a los niños; el que convierte los panes y peces de un muchacho en alimento para miles de personas. Nuestro compromiso siempre ha sido velar por ofrecerles los mejores servicios; también hemos entendido el desafío de protegerlos de lo que los amenaza. Pero junto con proveerles de lo que necesitan y de protegerlos de los maltratos y abusos, también queremos que sean garantizados sus derechos y libertades civiles y políticas. Que puedan ejercer el derecho que tienen a participar de los hechos.
Estamos convencidos que la experiencia y la sensibilidad que tienen a sus 14, 15, 16 ó 17 años, es lo que la Iglesia y la sociedad requieren para responder a los grandes retos que enfrentan actualmente. Ellas y ellos tienen un aporte que hacer AHORA, y no sólo cuando sean universitarios o adultos. “Que todo hombre tenga el derecho a ser persona” fue el lema del Simposio de 1978. Tal como hace 37 años, queremos encender nuevamente el cirio de los derechos humanos, esta vez por los niños, niñas y adolescentes. Una vez más renovamos el compromiso
de luchar porque todos ellos tengan el derecho a ser plenamente persona y ser tratado a la altura de su dignidad.
Álvaro Sepúlveda Fms, Hermano Marista, Profesor y Psicólogo.
Con olor a oveja
En la ruta de Francisco desde los SS.CC.
SS.CC. CHILE
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