Fue en una reunión de la parroquia. Un catequista preguntó ¿por qué eres cristiano? Las respuestas lo dejaron tranquilo: “Porque creo en Dios”; “porque tiene que haber algo encima de nosotros”; “alguien tiene que haber hecho todo lo que existe”; “Porque, al final, no sería justo que los buenos no fueran premiados y los sinvergüenzas castigados”.
El catequista creyó que había realizado bien su tarea. Pero, en realidad, su catequesis era una calamidad. Todas las respuestas hablaban de algo por encima de nosotros, algo que está al principio de todo, algo que está también al final. ¡Un cristianismo sin ninguna referencia al ser humano concreto en su historia y su presente!
Lamentablemente hemos convertido el cristianismo en una religión, en una experiencia religiosa que consiste en un organización que administra el escape hacia “arriba”, hacia “atrás”, hacia “después”. Una religión así no humaniza, no busca el crecimiento de las personas y de los pueblos en el sentido de profundizar lo humano, es decir, todo lo contrario de la persona y el mensaje de Cristo que se comprometió con la historia de la humanidad.
Cristo no fundó una religión; mas bien, se enfrentó al sistema religioso de su tiempo, de su cultura, y de su nación. Jesús de Nazaret llamó a un discipulado y eso es muy diverso a crear una religión.
Hace más de 40 años, el sociólogo Carlos Condamine describió en la revista “Testimonio”, el andamiaje complicado armado por el ser humano para llegar hasta el Creador: una especie de escalera que tiene varios peldaños que van acercando a lo sagrado: ritos, misterios, fórmulas incomprensibles y estereotipadas, mitos, lugares, momentos y objetos retirados de su destinación normal.
Todo ese andamiaje está administrado por una categoría de hombres consagrados a la actividad religiosa. Ellos también han dejado de ser personas normales y corrientes: han sido separados y ya no pertenecen al mundo profano, están a medio camino del cielo, intermediarios entre Dios y la gente: visten trajes especiales, hablan un lenguaje especial, reciben una preparación especial, no deben tener ningún compromiso político, ni familiar, ni profesional.
Bueno, eso es una religión: un sistema organizado, administrado, creado para reunir adeptos. Una estantería que ofrece bienes (nada menos que la salvación eterna) a cambio de una sumisión a su programa. Era lo que vivía el pueblo de Israel en tiempos de Jesús: un templo donde se ofrecían los sacrificios rituales, unas sinagogas en las que pontificaban los eruditos de la legislación, una organización piramidal con sus jueces, sumos sacerdotes, letrados, fariseos, saduceos, maestros de la ley…
Jesús no entró en ese sistema. Incluso más: lo denunció y lo combatió.
Jesús, que era un laico, no pertenecía a la casta sacerdotal de Israel. Un predicador popular que defendía el espíritu de la legislación mosaica, no su letra. Que, incluso,quedaba al margen de la ley al hacer trabajos en el día sagrado del reposo, que no cumplía con los ayunos señalados, que se mezclaba con los marginados y los “sucios” que declaraba la ley como impuros: los leprosos, los que padecían enfermedades sospechosas, las mujeres que llevaban una vida libertina por la necesidad de vivir.
Por eso, “porque no necesitan médico los que se sienten sanos sino los que es sienten enfermos”, proclamó un mensaje que fue bien recibido por los humildes; un mensaje de liberación de esas opresiones que les impedía crecer como personas: Dios los amaba, los prefería, los animaba a salir de su postración, no como una dádiva sino mediante un esfuerzo que los involucrara dignamente en su propia redención. Así al paralítico le dice: levántate, toma tu camilla y vuelve a tu casa, y no le dice, “que te levanten y que otros lleven tu camilla”. La gracia y la misericordia de Dios actúa así: dando fuerzas interiores para que las personas sean protagonistas de su propia historia.
Las primeras comunidades de discípulos lo entendieron bien: se reunían para recordar los acontecimientos vividos, para agradecer a Dios orando unos por otros, compartiendo lo que tenían y ayudando a los necesitados. Formaron comunidades fraternas que proclamaban con la palabra y la vida la liberación de todas las cadenas: las de la ley, las de la rutina, las de tradiciones añejas, las del propio egoísmo.
Cuando esas comunidades salieron de las catacumbas y empezaron a sentirse reconocidas por el imperio romano, nacieron las estructuras que siendo necesarias en lo fundamental fueron ahogando el espíritu: siendo comunidades de judíos en un comienzo, siguieron de algún modo influenciadas por la sinagoga y las leyes mosaicas. Después, el paso del tiempo les fueron añadiendo el polvo de la historia que siendo de dos mil años es una capa terrosa y dura que impide que la vida brote más libremente.
Tenemos en nuestra iglesia demasiados ropajes, demasiados títulos, demasiados ritos, demasiado incienso, cortinajes, candelabros, floreros y alcancías. Al haber convertido el cristianismo en una religión hemos empleado el lenguaje, el culto, la nomenclatura, los mandamientos y las reglamentaciones propias de la estructura religiosa que Jesús denunció.
El discipulado, en cambio, es un camino de aprendizaje, de fraternidad, de solidaridad, que se va haciendo a medida que se va avanzando en la historia. Cada época tiene sus propias vivencias. La Religión requiere la seguridad de lo establecido de una vez para siempre. El discipulado es la vivencia libre de quien sigue al Maestro, lo escucha, adopta su mirada sobre los acontecimientos, solidariza con su mensaje y lo comunica a otros.
Nuestra iglesia necesita vivir más y mejor el discipulado y dejar de ser religión.
Nuestra iglesia necesita vivir más y mejor el discipulado y dejar de ser religión.
José Agustín Cabré, claretiano
El catalejo de Pepe
RD
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