Sunday, June 07, 2009

Trinidad de la Vida, Trinidad de la Esperanza

Hace poco escuché sorprendido a un jugador de fútbol decir al final de un partido decisivo en el que su equipo había salido ganador que “por fin estaba seguro de que había un Dios y que estaba con él”. Me pregunté lo que podrían estar pensando los jugadores del otro equipo, el de los perdedores. Por pura lógica estarían pensando que Dios los había abandonado, como castigo por sus faltas o simplemente porque prefería al otro equipo, o que no había Dios en ninguna parte porque no habían logrado ganar aún siendo los mejores sobre el terreno de juego.


El hecho no es insólito. Durante siglos y siglos, países, reyes, políticos, eclesiásticos, líderes de religiones varias, han intentado poner a Dios de su parte. Es decir, usar a Dios como el gran justificador de sus propios actos. Y entre esos actos, se incluyen naturalmente las guerras y las mayores crueldades imaginables. A Dios le han invocado los ejércitos de todas las guerras y han pedido su ayuda para destruir al enemigo.


También ha habido muchos que, fruto de examinar esa nuestra historia con un poco de sentido crítico han terminado por pensar como los del equipo perdedor de más arriba: “No hay Dios”, no hay nadie allá más arriba en quien confiar, estamos abandonados a nuestras fuerzas. No vale la pena invocar al más allá para terminar justificando las barbaridades que hacemos aquí. Por pura honestidad será mejor que asumamos la autoría de nuestros actos y pongamos, si podemos, los remedios oportunos.



¿Cómo es nuestro Dios?



¿Es así nuestro Dios? ¿Es así el Dios de Jesús? ¿Es así el Dios que se manifiesta en Jesús? A Dios lo han querido manipular todos pero cuando nos acercamos al Evangelio sin prejuicios nos encontramos con Jesús y el Dios que se revela y manifiesta en sus palabras y en sus actos, en su forma de vivir, en su mismo ser.

Ese Dios, al que Jesús llama “abbá” no justifica guerras, no excluye a nadie sino que acoge y abraza y ama. El Dios de Jesús no quiere la muerte de nadie sino la vida de todos, y lo demostró resucitando a Jesús de entre los muertos. Su sueño es reunir a todos sus hijos en torno a la mesa común. En el Reino los más pobres, los olvidados, los marginados, aquellos a los que les ha tocado la peor parte en este mundo, serán los primeros. En el Reino a los hermanos más fuertes y sanos les toca cuidar a los más débiles. En el Reino nadie es más importante ni tiene más poder porque “el que quiera ser grande que sea vuestro servidor”. Y el mismo Jesús lo demostró lavando los pies a sus discípulos –haciendo lo que hace un criado– en la última cena. Los que siguen a Jesús van abriendo camino a la nueva humanidad, creando fraternidad, dando esperanza, alentando la vida de todos. San Juan escribió que “Dios es amor”. ¿Se puede decir algo más? ¿No está lo suficientemente claro?



Padre, Hijo y Espíritu



El “abbá” de Jesús es nuestro padre. Es Dios, aquella figura terrible, poderosa, lejana, aterradora que tantos tienen en la cabeza, se transforma en un “papá”, “papaíto”, que no otra cosa significa “abbá”. Es Dios Padre de la vida, protector de todos, el que acoge, el que abraza, el que da la vida y la confirma, el que invita a su mesa.
Jesús es el hijo. Jesús es hombre que compartió con nosotros la vida en toda su amplitud, la dureza del camino y la paz de un diálogo con los amigos al atardecer, el trabajo y el descanso, el compromiso en favor de sus hermanos y el amor por los más débiles y necesitados. Y en todo ello se nos hace patente que ese hombre era verdaderamente el Hijo de Dios, tal como dijo el centurión al pie de la cruz.
Jesús no está hoy con nosotros pero, antes de irse definitivamente, nos regaló su Espíritu. Es el Espíritu de Vida. Es el Espíritu de Dios. Es el Espíritu que hoy, dos mil años después, sigue alentando en los corazones de tantos y tantas el compromiso por hacer de este mundo un lugar más justo, una casa para todos, un hogar donde nadie sea excluido. Es el Espíritu que alienta la vida de la Iglesia para que el Evangelio no caiga en el olvido y se siga encarnando en la vida diaria de las personas, de los creyentes. Es el Espíritu que nos hace alabar a Dios cuando vemos que la vida triunfa, que la justicia se aplica de verdad, que las personas recobran la esperanza en medio del dolor. Todo eso y mucho más es el Espíritu Santo.
Padre, Hijo y Espíritu, comunidad de amor, así es nuestro Dios. El que quiere nuestra vida y nuestro bien. El que nos da la vida y la esperanza.
Fernando Torres Pérez, cmf
fernandotorresperez@earthlink.net

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