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Recuerdo siempre con cariño el pasaje de las Florecillas de S. Francisco en el cual el santo de Asís desafía al Hermano León para que defina lo que es la perfecta y más profunda alegría. En esa historia, el hermano le expuso al santo diferentes escenarios que intentaban definir lo que teóricamente sería ese estado ideal de perfecta alegría. Los que conocen la historia se acordarán de su chocante final, a los que no la conozcan prefiero no hacerles una versión recalentada y les invito encarecidamente a que le pregunten al omnisciente Google y la lean por internet. Pues bien, en este post quería compartir con los lectores del blog uno de esos momentos privilegiados de iluminación espiritual que me dan a entender dónde se esconde de verdad la perfecta alegría.
Ya que durante la semana uno pasa sentado más tiempo del que le gustaría y eso todos sabemos que no es bueno para la salud, tengo la costumbre de hacer una buena caminata durante el fin de semana. Era un sábado, volvía de hacer una de mis rutas entre casas, campos de cultivos y pequeños arroyos. Estaba ya casi para concluir mi periplo cuando oigo detrás de mí una voz de mujer que va cantando y que, entre estrofa y estrofa, va saludando a los viandantes que se encuentra. A decir verdad, llevaba mucho tiempo sin oír a nadie cantar con tal afán y alegría. Seguí caminando y, como la voz todavía estaba detrás de mí, me puse a pensar qué aspecto tendría la parienta. En los pocos segundos que tuve, dejé volar mi imaginación, hasta el momento en el que dejé que esa mujer, que caminaba a buen ritmo, me adelantara.
Cuál no sería mi sorpresa cuando puedo ver claramente que la mujer en cuestión no tiene orejas, ni nariz, ni labios... Sin duda alguna es una de las miles de víctimas del infame Ejército de Resistencia del Señor, un grupo que sembró el terror en toda esta región del Norte de Uganda hasta hace pocos años. A falta de un programa político, parecía como si este grupo se regodeara de manera especial en causar el mayor dolor posible a los pobres desgraciados que se encontraban en su camino. Hoy día, un vasto número de personas terriblemente mutiladas han continuado sus vidas con esas discapacidades inducidas, después de haber caído en las manos de estos temibles y sanguinarios elementos.
Quizás ella no lo supiera, pero el mensaje que me dio esa mujer con su alegría de vivir y con su vitalidad no lo puedo describir en pocas palabras. Esta persona sin comerlo ni beberlo ha pagado en sus propias carnes por la locura de la violencia, ella más que nadie tendría razones miles para deprimirse, para venirse abajo, para colgarse del árbol más próximo o encerrarse de por vida fuera de las miradas inquisitivas e incluso burlonas de su entorno. Su aspecto casi fantasmagórico bien podría contribuir a que fuera una nueva “leprosa” estigmatizada cuyo contacto evitan todas las personas de bien y cuya fama sirve perfectamente para atemorizar a niños díscolos y traviesos. Después de todo, ¿qué papel podría tener este ser deformado en una sociedad que valora tanto la apariencia, la sensualidad de formas y de proporciones 90-60-90 o el glamour de los “cuerpos danone”? Pues sí, tendría muchísimas razones para vivir como una infeliz una vida triste y amargada pero mira por dónde que en vez de autocompadecerse, su voz y su alegría dan testimonio de que la violencia y el odio habrán deformado su cuerpo, pero no han podido doblar o someter su espíritu. Aunque haya perdido algunos de sus miembros en el intento, ese odio ciego no le ha podido arrebatar lo más importante: su autoestima y sus ganas de vivir.
Menuda lección para un mundo “civilizado” en el que nos va tan de miedo: a pesar de las dificultades económicas y laborales existentes ahora y asociadas a la crisis, hay que reconocer que en general nos va muy bien. Hay una sanidad pública, más acceso a servicios, hay un cierto bienestar, un subsidio de desempleo, se vive mucho mejor que hace 30 años, hay democracia y una razonable libertad para decir lo que se quiera sin que nadie te parta la cara por ello... y sin embargo cada vez que voy a Europa me encuentro a la gente más deprimida, más amargada y con un espíritu cada vez menos combativo. Es un misterio para mí: parece como si el bienestar material que nos rodea nos hiciera más vulnerables psicológica o socialmente y, cuanto más privilegiadas y consentidas están las nuevas generaciones con mejores avances sociales y técnicos, menos preparadas están para afrontar la frustración, la adversidad o los problemas vitales de cada día. Ante esa incapacidad e inmadurez psicológica, sigo encontrando en África ejemplos únicos de coraje y de vitalismo que me ayudan a fortalecer mi espíritu, a crecerme y reconocer las muchas cosas que tengo y que la mayoría de los casos apenas valoro.
Para mí, esta mujer anónima que me encontré aquel día en un polvoriento camino del África profunda es el símbolo por excelencia de una lucha – total, encarnizada y a calzón quitado – contra la desesperanza, la no-vida y los peores elementos adversos, es sin duda la victoria del bien sobre el mal y un ejemplo de la sublime superación a la que puede llegar la naturaleza humana. Sí, queridos lectores, quizás esto que les digo les suene a ñoña moralina o a lección pía de la Hermana San Sulpicio, pero no puedo dejar de compartir con ustedes lo que he visto y aprendido: el que te jodan la vida, la cara y el futuro a base de machetazos y de cuchilladas, el que en un par de minutos unos desalmados te hagan “chof, chof” y te dejen monstruosamente marcado de por vida como un animal y a pesar de todo uno no pierda la sonrisa, la fe en la humanidad, el buen ánimo y las ganas de vivir... eso es la perfecta y más profunda alegría. Lo demás, como dirían mis paisanos más castizos, “son chominás”.
Alberto Eisman
En clave de África
RD
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