Saturday, December 14, 2013

¿Por qué defendería un católico el matrimonio homosexual? por Sebastián Infante


No he venido a abolir la ley, sino a darle cumplimiento. Mt 5, 17
Pregunta para nada simple de formular. Me dio por elegir el verbo “defender” entre muchos otros que indican actitudes -en apariencia- similares, tales como “promover”, “estar a favor”, “aprobar”, etc. Elegí “defender” porque esto implica muchas más cosas que sólo estar a favor de una postura, ya que también significa tomar posición frente a la contraria, y, a la vez, ser propositivo. Defender algo significa asumir que eso está siendo atacado, como creo que pasa con el matrimonio homosexual, y supone querer dialogar con ese ataque, tratando de comprender, pero, además, de movilizar… de remover.
Creo que el matrimonio entre homosexuales merece ser defendido desde dentro de la Iglesia Católica porque es un tema que nos devuelve a la pregunta por lo humano, lo realmente humano. Y lo digo de esta forma porque lo “realmente” humano no es algo que haya permanecido inmodificable y estático a lo largo de los milenios, sino que se ha ido transformando; su definición varía de época en época y de cultura en cultura. El catolicismo, sin embargo, muchas veces ha apostado por naturalizar lo humano, estancarlo en una definición más o menos conveniente hecha hace quizás cuántos siglos, y no tomar en cuenta todos los cambios que han ocurrido desde entonces. Y el estancamiento llega a tal nivel, que la heterosexualidad se ha convertido en la única respuesta a la condición sexual humana. Se ha dejado de mirar lo humano desde una perspectiva amplia, y nos hemos dedicado a defender “cierto” estilo de vida. No nos confundamos; yo no creo que la Iglesia está errada en la búsqueda de los valores fundamentales del ser humano. Mi defensa del matrimonio homosexual es absolutamente valórica, pero no porque haya que renegar de los valores tradicionales de la Iglesia. Creo firmemente que, a fin de reivindicar la homosexualidad, es necesario llevar los valores de la vida, la familia y el amor a su extremo.
En primer lugar, el amor, es el más importante de los valores cristianos. Sin embargo, la Moral Católica ha insistido en la separación de este amor de otras actitudes o sentimientos, tales como el placer sexual. No es que el amor necesariamente excluya el placer sexual, pero hay muchas formas de obtención de ese placer que no se consideran amorosas. Con todo, pareciera que una relación fundada en la entrega total y desprejuiciada al otro, pudiendo o no contener sentimientos eróticos, sería amor en el sentido cristiano. Y seriamente dudo que este sentimiento de entrega sea exclusivo de algunas personas; más bien, creo que nos acerca bastante a la pregunta por lo humano en toda su amplitud.
En segundo lugar, la familia. Algunos condenan el matrimonio homosexual por no poder convertirse en aquello que se entiende por familia cristiana. Sin embargo, la fórmula que los novios se leen el uno al otro al momento de contraer matrimonio dice: “Yo, (nombre), me entrego a ti, (nombre) como tu esposo/a, y prometo serte fiel, amarte y respetarte todos los días de mi vida”. No se incluye la descendencia, salvo un voto que manda a “aceptar los hijos que Dios envíe”. Es decir, no se obliga a crear descendencia porque, claro, no todas las parejas pueden tener hijos, lo cual no impide que formen familia: tampoco es obligatorio adoptar, ya que tampoco se garantiza el poder hacerlo. Si yo, como católico, asumiera que la condición de ser familia es la viabilidad biológica para procrear, entonces bien puedo terminar ahora de escribir esta columna y largarme. Pero, en cambio, si -como pareciera ser-, la base de la familia cristiana es la entrega total, la fidelidad, el amor y el respeto, no creo estar descubriendo América al afirmar que creo que todo ser humano, más allá de su condición sexual o de género, es capaz de amar, respetar y ser fiel; es decir, es capaz de darse en matrimonio y crear una familia.
Por último, y no menos importante, el valor de la vida. Hoy por hoy, la Iglesia promueve y clama por la defensa de la vida. ¿En qué consiste esta defensa? Tal vez, en no poner obstáculos a la generación y dignificación de la vida humana, sino que promoverlas. El matrimonio homosexual, en ese sentido, no es un obstáculo para la generación de vida (a menos que pensemos, simplonamente, que de prohibirse esta unión los homosexuales se van a dedicar a procrear). Por otro lado, un vínculo de amor fuerte y una familia fundada en el respeto y la entrega mutua, ofrece una posibilidad para dignificar la vida de una forma muy hermosa e ideal, pero que muchas veces no encontramos en las familias “bien constituidas” o “tradicionales”, como se les llama algunas veces. Creo que la fuerza de una familia para ser vida, dar vida y hacerla hermosa, no depende (nunca ha dependido) de la orientación sexual o el género de los cónyuges.
Llegados a este punto, no resta más que un homenaje a la discusión archiconocida entre “unión civil” y “matrimonio”. En términos legales, si bien se aleja del tema original de la columna, creo que se debiera aplicar el principio de igualdad ante la ley, y no hacernos los tontos con la infinita fuente de discriminación que ofrece la creación de una figura legal “muy parecida” al matrimonio pero no igual. Y en términos legales esta discusión no existe, no se trata de una figura legal sino de un sacramento, cuya definición comienza por “signo sensible y eficaz de la gracia”. Creo que algo mínimo que puedo pedir (y defender) como católico es que una pareja homosexual puede invocar la gracia de Dios sobre su proyecto de vida y constituirse sacramentalmente. Cualquier otra cosa sería poner obstáculos a la acción de Dios.
“El Amor es la manera de cumplir la ley” dijo San Pablo (Rom 13, 10). Siendo un ignorante en las teorías de leyes, creo que hay dos maneras de entender la ley: las leyes restringen espacios de acción a las personas, limitando los modos de ser en sociedad; o bien, amplían su campo de acción, permitiendo más formas de ser en sociedad. Creo que la ley de Dios es aquella ley que busca ampliar los horizontes de lo humano, de su forma de ser, de su existencia y sus búsquedas. Volviendo a la pregunta original, pienso que un católico defendería el matrimonio homosexual porque hacerlo supone defender la ley a la medida del Amor y no el amor a la medida de la Ley. Porque creo que el amor no se agota simplemente en una orientación sexual en particular, no se agota en la legislación sobre tal o cual estilo de vida, y definitivamente no se agota en el modo en que se administran los Sacramentos hoy por hoy, ni a quiénes se los administra.
Ser católico supone, por fuerza, creer que Jesús “nos amó hasta el extremo” (Jn 13, 1); quizás, rindiéndonos al misterio, no nos queda más que admitir que no conocemos los límites del amor, que esos límites no los pondremos nosotros ni las leyes. No tenemos noticia de que a algunos se les haya quitado la posibilidad de amar, y a donde llegue el amor de Dios llega su ley. Creer que los homosexuales no pueden consagrarse en matrimonio supone excluirlos de la ley de Dios, supone negarles el amor de Dios y, honestamente, no creo que tengamos ese poder.

*Sebastián Infante. Estudiante de Psicología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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