¿Alguna vez has oído hablar de los siete pecados capitales? A veces hablamos poco de esto del pecado, quizás por temor a que se nos achaque ser excesivamente moralistas, a culpabilizar al personal, a hacer sentir a la gente que parece que la fe o el seguimiento de Jesús tiene más que ver con las prohibiciones que con la buena noticia. No es así. Pecado no es “lo que me gusta, pero mi religión me prohíbe”. No es lo bueno de la vida, que una religión castrante y represiva se empeña en anular. Son, más bien, aquellas circunstancias en las que uno elige y apuesta por cosas que hacen que la vida –propia y ajena–sea menos plena. En realidad es aquello que, aunque aparentemente me llena, en realidad me está vaciando, o está vaciando y dañando a otros. Y por eso, porque lo hace todo peor, merece la pena luchar contra ello. El pecado me aleja de Dios, de los otros, y probablemente me hace vivir fracturado por dentro, con mucha menos pasión, plenitud y alegría de la que tendría eligiendo otros caminos.
Pues bien, en la tradición de la iglesia hay, desde el siglo VI, una lista conocida como los pecados capitales (capitales, porque digamos que de ellos nacen otros). En las próximas semanas vamos a intentar ir ofreciendo una lectura actualizada de esta cuestión. ¿Qué son? ¿En qué sentido nos rompen? ¿Por qué luchar contra ellos? Tal vez la Cuaresma que comenzamos pueda ser un tiempo para reflexionar un poco sobre ello, y para seguir peleando por crecer, por dentro y por fuera, para hacer del mundo un lugar más pleno.
José Mª Rodríguez Olaizola sj
pastoralsj
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