El miedo es un sentimiento de angustia por un riesgo o daño real o imaginario. El miedo nos paraliza y bloquea. No somos capaces de superarlo si no desaparece la amenaza que tenemos delante. Cuando sentimos miedo, regresamos un poco a nuestra propia infancia, reviviendo situaciones en las que nos sentíamos indefensos ante situaciones que no éramos capaces de manejar o frente a las cuales nos sentíamos impotentes. Pero la única manera de superar el miedo es también recurriendo a las experiencias propias de la infancia: recordando momentos en los que nos hemos sentido acompañados, apoyados, respaldados, afirmados por alguien que nos inspiraba seguridad.
Recuerdo una historia que me contó alguna vez el Padre Luis Carlos Herrera: “Viajando de Lima a Río de Janeiro una noche de junio, se desató de improviso una tempestad entre las nubes densas del Mattogrosso. Temblaba como una hoja el gigantesco aparato, en medio de fogonazos y relámpagos que causaban revuelo y nerviosismo entre todos los pasajeros. Yo leía El Relato de un Náufrago de García Márquez. Permanecí tranquilo en un primero momento, pero no fui capaz de seguir la lectura... Una niña, a mi lado, leía con pasmosa serenidad, recostada en su silla. Ni siquiera se ajustó el cinturón. Al arreciar la tormenta, le dijo la azafata: «¡Ponte el cinturón! ¿No te das cuenta del peligro en el que estamos en estos momentos?» La niña cerró el libro y dijo con tono sosegado: «Papá es el piloto. ¡Tranquila, señora, que él maneja muy bien!» Recordé las palabras de Jesús en la tormenta del lago: «¡Hombres de poca fe!» Al llegar a Río, al amanecer, no hubo ningún contratiempo. Bajamos apresurados la escalerilla... y vimos el abrazo y el beso de felicitación que la niña daba a su padre. Emocionados aplaudimos el hecho”.
“Pasado el día de reposo, cuando ya amanecía, el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron al sepulcro. De pronto hubo un fuerte temblor de tierra porque un ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose al sepulcro, quitó la piedra que lo tapaba y se sentó sobre ella. El ángel brillaba como un relámpago, y su ropa era blanca como la nieve. Al verlo, los soldados temblaron de miedo y quedaron como muertos. El ángel dijo a las mujeres: – No tengan miedo. Yo sé que están buscando a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, sino que ha resucitado. Como dijo. Vengan a ver el lugar donde lo pusieron. Vayan pronto y digan a los discípulos: ‘Ha resucitado, y va a ir a Galilea antes que ustedes; allí lo verán’. Esto es lo que tenía que decirles.
Mientras las mujeres abandonaban rápidamente el sepulcro, llenas de miedo, pero con mucha alegría por la noticia que habían acabado de recibir, se encontraron con el Resucitado, que les dijo casi lo mismo: “– No tengan miedo. Vayan a decir a mis hermanos que se dirijan a Galilea, y que allá me verán”. Tal vez este sea el mensaje más importante que nos trae la Pascua: “No tengan miedo”. No se dejen vencer por las dudas, por la desconfianza, por el temor. Jesús se hará presente en su vida ordinaria, en la cotidianidad de Galilea. Jesús estará junto a nosotros en el trabajo, en la vida de familia, en el encuentro con la misión. Las situaciones que vivimos, muchas veces nos pueden llenar de miedo, pero la presencia del resucitado nos invita a confiar en su presencia constante. No podemos olvidar nunca que «Papá es el piloto y él maneja muy bien».
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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