Imagínate que un día decides dejarlo todo y subirte a un barco para dar la vuelta al mundo. Imagínate que lo haces, sobre todo, porque el capitán de ese barco te parece una persona fascinante y enigmática. Lo cierto es que nunca nadie te ha tratado como este capitán: te trata con profunda amabilidad y respeto y, a la vez, es exigente y conoce todas tus posibilidades. No tardas en darte cuenta que la decisión más acertada de tu vida ha sido comenzar este viaje y conocer a este capitán. No lo dudas ni aun cuando las dificultades aparecen: el viaje se hace largo y las provisiones y el combustible comienzan a ser escasos. Pero este barco, con este capitán, sigue firme hacia su destino.
Y sucede lo que tanto temías: una noche, después de cenar pan y vino, que era lo último que quedaba en las bodegas, una lancha pirata secuestra a tu capitán, dejándote solo a bordo de un barco sin provisiones y sin combustible, y que tampoco sabes cómo manejar. La situación se vuelve más terrible cuando, en la oscuridad de la noche, comienza una tormenta y una tempestad que amenaza la seguridad de tu embarcación. Sin capitán, sin luces, sin radio, sin comunicación… ni siquiera tus oraciones al cielo son escuchadas. La soledad, a la deriva en este mar, es profunda y desesperante. Ya sólo queda esperar a la muerte.
Pero de entre el medio de las brumas surge una luz. Clara y firme. Parece un faro. La deriva de las olas te acerca hacia ella. A punto de chocarse el barco contra las rocas, desde este faro te lanzan una cuerda con un salvavidas, a la cual tú te agarras como si fuera el hilo que te ata a la existencia. Consigues subir hasta el faro. Y nada más subir a él te acoge el farero.
El farero seca tu cuerpo y cura tus heridas. Se preocupa por ti. Te habla. Te resulta familiar… Te sienta a la mesa y te sirve de lo poco que tiene: un mendrugo de pan y un poco de vino corriente. Y es entonces cuando ves claro que el mismo capitán al que seguiste es el farero que te ha rescatado.
El sentido de tu vida, ahora, no puede ser otro que agradecer el encuentro con tal capitán y el rescate del farero. En cierto modo, querrás ser como ellos. Y querrás recordar siempre, y querrás que tus hijos recuerden (y también los hijos de tus hijos), que una vez te embarcaste en un viaje alrededor del mundo habiéndolo dejado todo confiando en un capitán, que te quedaste solo, pero que te salvaron. Que viste una luz y que te invitaron a cenar.
La historia de este gran viaje puede ser la historia de la humanidad. Jesús es el capitán que invita al viaje. Tras su muerte ya no tendría sentido rezar al cielo pues no hay respuesta posible si Dios ha muerto. La luz es la Resurrección y el encuentro en ella, partiendo pan y compartiendo vino, la experiencia personal de la alegría de quien sabe que ha sido rescatado. Dos mil años después podemos seguir celebrando que una vez nos quedamos solos y tuvimos miedo pero que la última palabra la tuvo una luz y aquel a quien dimos por perdido y acabó por salvarnos. Y todo queda completado cuando somos invitados, de nuevo,a seguir dando la vuelta al mundo.
Sergio Gadea sj
pastoralsj
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