La gripe porcina es una clarinada de la fragilidad de la vida. Nunca como ahora, la ciencia y la tecnología han ofrecido mejores condiciones al ser humano. Pero, jamás como en estos tiempos, los vivientes corremos peligros que nuestros antepasados obviaban de maneras más expeditas. Las catástrofes naturales, -sismos, ríadas, ciclones, sequías-, toman dimensiones desconocidas. El equilibrio ecológico roto, las modernas edificaciones y transportes sofisticados, la dependencia casi absoluta de lo artificial –energía eléctrica y servicios-, mantienen en vilo la subsistencia de millones de personas.
Las trasmutaciones genéticas y los cambios en la biosfera amenazan con pandemias para las que no se conocen antídotos. El afán creciente de manipularlo todo para tener a la carta hijos sin padres que respondan a exigencias competitivas de cualquier índole, abren interrogantes a los que la ética y el sentido común, no logran encausar ante la sed de lucro y poder de sus patrocinantes.
La tecnología, para colmos, ofrece a los gobiernos instrumentos de control que genera mayores ansias de poder, que se desbocan en regímenes populistas y autocráticos para los que no hay leyes o normas que no se puedan saltar sin pudor alguno. ¿Fin de mundo? No! Pero se hace más urgente una educación y pedagogía ciudadanas que doten a las personas de unos instrumentales técnicos, éticos y legales, que ayude a los individuos y colectivos a preservar la libertad y el derecho a no ser víctimas de la manipulación grosera de los que mandan.
La gripe porcina es una invitación, también ética y religiosa, a ser protagonistas de nuestro propio destino trascendente. Ni la naturaleza, ni la ciencia o la tecnología, ni los desalmados de la tierra que pretender pasar por encima de los ciudadanos, son la esperanza. La justicia, la paz y la equidad requieren de una mirada cordial, fraterna, amigable que está más allá de los poderes de la tierra.
Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo, arzobispo de Mérida (Venezuela)
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