SUBIR AL ENCUENTRO CON DIOS Y BAJAR AL ENCUENTRO CON EL HERMANO
Por José María Martín OSA
1.- Emprender un camino interior. El domingo pasado considerábamos un aspecto importante de la existencia humana: la tentación y el peligro de autodestrucción que ocasiona el pecado. La liturgia de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta la otra cara de la vida: también Dios nos tienta y trata de seducirnos para que vivamos total y plenamente. La historia de la salvación comenzó con la fe de un hombre, Abrahán. A través de su obediencia todos hemos sido bendecidos. Era la voz de Dios la que le ordenaba salir. Era la voz de Dios la que le invitaba a la alianza. Era la voz de Dios la que le hacía nuevas promesas: una tierra y una gran descendencia. Abrahán se puso en camino. Era un viaje espiritual, una nueva orientación de su vida, un cambio interior. Abrahán dejó sus dioses, sus ídolos y empezó la hermosa aventura del encuentro de Dios. Lo encontró, creyó, y obedeció. Su confianza en Dios y su disponibilidad para hacer la voluntad de Dios es un ejemplo para todos nosotros. Lo material y las nuevas obsesiones nos han quitado el deseo y la libertad para este viaje interior, espiritual, que es la búsqueda de Dios. Abrahán no pidió seguridades ni garantías. El Señor era su seguridad y su garantía, su guía y su paz. Igual que él dejó “sus ídolos”, también nosotros podemos abandonar “nuestros ídolos” y emprender el camino de renovación interior.
2.- Orar es escuchar a Dios. Puede que cada uno tengamos una imagen distinta de Dios; quizá ese rostro de Dios nos hable de temor, de amenaza o de castigos. Hoy la palabra de Dios nos urge para que descubramos el verdadero rostro divino: rostro de vida y solamente de vida. Subir a la montaña es el proceso simbólico de acercamiento a Dios. En la montada surgen las Teofanías. Y subir es costoso, hace falta ascesis, dejar el peso que nos estorba. El que ora descubre quién es de verdad Dios. El ámbito de la divinidad --lo blanco, la luz-- inunda al hombre. Descubre cómo culmina la ley y los profetas en Jesús. El gozo del Espíritu trastorna a Pedro. El momento crucial de la oración está en escuchar a Dios. Él ya sabe qué nos apremia. No intentemos marearle con nuestras voces. Más bien oramos para escucharle, para afinar nuestro oído. Elías lo oyó en la brisa que apenas movía las hojas. En la oración vamos percibiendo la voluntad de Dios, crecemos en ganas de construir el Reino, logramos dar paso a los gritos de los pobres, como Moisés. Ellos dos, Moisés y Elías, están presentes en la transfiguración porque supieron escuchar la voz de Dios. Representan la ley los profetas, es decir la palabra de Dios anunciada al pueblo.
3.- Bajar a la vida. ¡Qué hermoso! A uno le gustaría estar siempre así. La tentación de evadirse del mundo acecha. Menos mal que Jesús se acercó, y tocándolos les dijo: Levantaos, no temáis. Las palabras de ánimo en el coloquio final son necesarias en toda nuestra vida. Ten confianza, no temas. Pero, ¿dónde, en qué país de la tierra se encuentra hoy este monte bendito? No es ya un lugar geográfico. Es un lugar humano. Donde quiera se reúne la comunidad creyente, hay un Tabor. Hay también otra clase de montes santos. Son los miembros dolientes de la humanidad, los pobres y pequeños, en quienes Cristo te espera para transformarte y para transfigurarlos. Y son los grupos humanos que luchan por la paz y la justicia. Si el movimiento primero fue subir, el que cierra el tiempo de oración es bajar del monte. Bajar a la vida a encontrarnos con el parado, con el enfermo, el necesitado, el compañero que sufre de soledad o que, sin más, quiere pasar un rato charlando con alguien.
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