Wednesday, March 16, 2011

Las mujeres y el futuro de la Iglesia


El teólogo francés Joseph Moingt, lúcido a sus 95 años, ha escrito un artículo en la revista Études de enero de este año con el título que encabeza este blog. Creo que sus argumentos merecen la pena de ser conocidos con lo que les voy a ofrecer un resumen.


Comienza planteando un movimiento que se está produciendo en sentido inverso, el auge de las mujeres en la vida social frente al declive de la Iglesia lo que le lleva a preguntarse sobre el papel de las mujeres en la institución para frenar su derrumbe.


El cristianismo defendió siempre a las mujeres dentro del papel que le reconocía la sociedad patriarcal que era el de esposa, madre o virgen consagrada, lo que las situaba en clara condición de inferioridad frente a los varones, una subordinación que la mujer moderna ha abandonado chocando con una fuerte resistencia eclesial que seguía hablando de ley natural, de voluntad divina y de condena a métodos anticonceptivos que posibilitaban su liberación.

Sintiéndose incomprendidas y despreciadas por la Iglesia apartaron su confianza de la institución y se fiaron de sus conciencias para regir su vida sexual. Tras perder a los obreros y a los intelectuales, la Iglesia está perdiendo al mundo femenino comprometiendo el futuro del catolicismo cuya fe ha sido transmitida por las mujeres que ocupan puestos vitales para el funcionamiento de la institución. Ante la falta de sacerdotes en muchos lugares son el sustento de la vida parroquial, no son “responsables” de nada, pero todo depende de ellas.


Tras el Concilio Vaticano II, algunos obispos pidieron a varias mujeres que pronunciaran las homilías y animaran la eucaristía dominical con muy buenos resultados, pero en los años 80 se produjo una involución para que permanecieran siervas dóciles, encuadradas en equipos pastorales y bajo responsabilidad sacerdotal.


El argumento para este cambio era que el sacerdote estaba perdiendo su identidad lo que conllevaba la falta de vocaciones. Era mejor multiplicar el diaconado permanente que dejar funciones en manos laicales (la mayoría de las veces, manos femeninas).


La política era apartar a las mujeres de todo lo que pudiera verse como servicio al altar, prohibir monaguillas con la intención de que no desarrollarán deseos de ordenarse, lo que estaba pasando en iglesias protestantes que se vanagloriaban de mantenerse fieles al rito romano. Las católicas estaban recurriendo a ordenaciones “salvajes” en diferentes países, lo que hizo que Juan Pablo II considerara el debate cerrado (Ordinatio Sacerdotalis 1994) pero el recuerdo reciente de este texto por Benedicto XVI, demuestra que el tema sigue abierto.


Esta política suicida eclesial, ha hecho que numerosas mujeres que exigen las competencias equivalentes que tienen en la vida social en el ámbito de la institución, se sientan ninguneadas y humilladas y abandonen el barco creando una hemorragia que puede acabar con al Iglesia.


La Iglesia debería de aceptar un debate libre sobre cuestiones éticas. Su condena del preservativo, único medio eficaz para combatir el SIDA, ha desprestigiado a nuestra institución en los foros mundiales y la pedofilia de muchos sacerdotes nos debería llevar a mayor modestia.
Esta libertad daría alas a los teólogos, entre los que se encuentran muchas mujeres, que deberían ser escuchas por varones celibatarios. O la Iglesia consulta a sus fieles o los pierde.


El autor no es partidario de ordenar mujeres ni hombres casados, considera que no se trata de extender el poder sino de reducirlo pues Cristo llamó a todos los cristianos y prohibió a sus apóstoles que se impusieran sobre los demás Lc 22,24-25. En este orden de cosas, cada iglesia local debería de gozar de iniciativas para que los cristianos vivieran de la mejor manera posible su fe y los laicos y las mujeres deberían entrar en los lugares de decisión en paridad con el clero.
Esta paridad es necesaria, para que no aparezca la Iglesia como una contracultura y poder abrir al mundo, un mundo que ha dejado de ser bárbaro, al evangelio.


Jesús no instituyó ninguna Iglesia porque pensaba en que su segunda venida a la tierra estaba próxima pero si se rodeó de mujeres que además de ser una conducta de escándalo para su época nos han dejado ejemplos de fe, de unción, de amistad, de recepción de la palabra, de transmisión de lo recibido… Se abrió a ellas y les confió el evangelio. Nada puede ser deducido de las palabras o ejemplos de Jesús que no sea una insistente exhortación a difundir el evangelio. San Pablo lo deja bien claro “Ya no hay judío ni griego, esclavo o libre, varón o mujer” Gál 3,28, anunciando así un principio fundador de las sociedades abiertas, el mismo que permite a las mujeres liberarse de la opresión masculina y defender su libertad


Pertenecer al “sexo débil” es un orgullo ante la debilidad de la cruz. Jesús buscaba siempre imágenes humildes para hablar del Reino: flores, granos, moneditas… La descripción de su persona viene acompañada de rasgos femeninos: era intuitivo, confidente, demostraba sus sentimientos, sabía sufrir y soportar, como pocos varones lo saben hacer. Una actitud que invita a la Iglesia a introducir en sus filas un poco de feminidad para que resplandezca esa parte de la humanidad que ha estado reducida por una poder masculino y sacro intolerante.


Para eso lo primero no supone dar poder a las mujeres sino renovar las comunidades cristianas para instaurar en ellas libertad, alteridad, igualdad, corresponsabilidad, preocupación por los problemas del mundo, retorno a las celebraciones de las primeras comunidades cristianas en las que se compartían los víveres bajo la presidencia benévola de un padre de familia. Entonces ese “presbiterado” de los primeros siglos no tenía nada de sacerdotal, un término que estaba reservado al obispo.¿Habrá riesgo con esta actitud de subvertir el poder monárquico sobre el que se apoya la Iglesia? No se trata de subvertir sino de exaltar lo injustamente mortificado, un anuncio que ya hizo una mujer en su día “derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes” Lc1,52


Isabel Gómez Acebo
Cajón de ilusiones
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