La medicina enseña muchas cosas que resultan útiles para otras facetas de la vida. Por ejemplo, que la cirugía es el fracaso de la medicina, aunque a veces resulte inevitable: siempre supone una agresión al organismo, que tarda tiempo en recuperarse. Sin embargo, el tratamiento de la mayoría de los cánceres sólidos (a diferencia de las leucemias y los linfomas, que son digamos “sanguíneos”) pasa por extirpar la parte enferma. Puede resultar muy traumático, pero por ahora no conocemos otro: luego hay que complementarlo con quimioterapia y a veces radioterapia, para evitar que las células cancerosas restantes se diseminen: porque esa es otra realidad, el cáncer no es una enfermedad localizada sino casi siempre generalizada, y como tal hay que tratarla.
Otra realidad que la medicina enseña es lo costoso y lento de las curaciones: las enfermedades muchas veces tardan tiempo en instaurarse, y por lo mismo pueden tardar mucho tiempo en curarse o, en la mayoría de los casos, solamente mejorarse: no puede volverse a la situación de “salud” previa y uno convive con las secuelas y las consecuencias de la enfermedad. Además los progresos son lentos y dificultosos, exigen mucho esfuerzo y tiempo: que se lo pregunten a “mis” lesionados medulares, que pasan en este hospital semanas y meses esforzándose en intentar recuperar las funciones perdidas o adaptarse a una nueva situación, en silla de ruedas o dependiendo de ventilación mecánica. No hay mejorías bruscas ni rápidas, aunque nos gustaría. Pero la medicina –y por ende la vida- no funciona así.
Valgan estas reflexiones para el momento actual de nuestro país, tan desolador en lo económico y en otras facetas: de este embrollo no saldremos sin el esfuerzo y el sacrificio de todos y para todos. Y posiblemente tampoco sin dolorosas cirugías. La concreción de los procedimientos a seguir y quimioterapias a aplicar no me corresponde a mí indicarlas, pero, como toda situación de enfermedad, implicarán sufrimiento y frustración. Porque así es la medicina y así es la vida. De poco servirá preguntarse qué ocurrió, quién fue el culpable de que se perdiese la salud: esos análisis serán importantes más adelante, para intentar que no se repita el cuadro clínico, para evitar recaídas, pero son de poca utilidad ahora: tenemos un problema y hay que resolverlo, las reflexiones no lo resolverán, y tampoco los gritos y las protestas: esto queda para la noche de cada cual, cuando en las salas se apagan las luces y el enfermo queda solo con sus pensamientos: durante el día hay que trabajar lo mejor que se pueda para –en el caso de los lesionados medulares- habitar una situación nueva y adversa de la forma más útil para uno mismo y para su familia. Del paciente depende que la vida que le quede merezca la pena o sea una vida desdichada para sí mismo y para quienes le rodean.
Todas estas disyuntivas tenemos como país. Me pregunto si sabremos resolverlas o si tendrán que venir de fuera a ayudarnos. También me pregunto cuánto sufrimiento habrá que pasar por los errores pasados.
Recen por los pacientes, por quienes los cuidamos y por este país.
Ángel García Forcada
Confesiones de un médico
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