Tuesday, August 07, 2012

Voces de la migración: Sobre el terreno: Un pedazo de Colombia y Afganistán en Panamá



Al entrar a Colón (Panamá) lo primero que llama mi atención son los colores de las casas. Sus paredes desconchadas dejan al descubierto las distintas capas de pinturas que sus habitantes han aplicado. Hoy llovió, y las calles de Colón están inundadas.
Bajamos del carro y nos dirigimos a la parroquia. Al entrar caminamos por un pasillo, una cancha, desde donde se ven más casas de colores, y finalmente subimos unas escaleras que conducen al salón donde acompañaremos una actividad realizada por el SJR Panamá.
Poco a poco van llegando las mujeres solas o con sus hijos, y algunos hombres. La actividad que se llevará a cabo forma parte de un proyecto para “Facilitar el empoderamiento, acceso a información y recurso de grupos de mujeres en necesidad de protección internacional en la provincia de Colón”.
Llega el momento de presentarnos. Muchas de estas mujeres son migrantes forzadas. Ana, de cabello largo, tez blanca, contextura gruesa, de unos 30 años, viene de Barraquilla, Colombia, y tiene diez años en Panamá. Ella dice que cuando le hablan que hay una organización que está brindando apoyo, inmediatamente piensan que les van a dar los papeles, pero que esto va más allá, es un grupo que te permite motivarte y relacionarte con los demás, porque “aunque estés lejos de tu país sientes que eres importante”.
Y así cada una va dando su testimonio. Una de las cosas que más llamó mi atención durante esta visita fue el Capital Semilla, que es una ayuda económica (donde no hay reintegro) que brinda el SJR para algún emprendimiento o negocio ya iniciado.
Y es que lo que pude observar en Colón fueron personas con iniciativa, emprendedoras. Tuvimos la oportunidad de visitar a tres de estas luchadoras. Mujeres que no detuvieron sus vidas tras salir de Colombia huyendo del conflicto armado.
Ellas son colombianas pero se quieren quedar en Panamá, como “regular legal”, como muchas de ellas dicen. No han venido a quitarle el trabajo a nadie, porque así como los panameños quieren un mejor futuro, ellas por circunstancias ajenas a su voluntad deben continuar sus vidas en este país.
Venta de helados, venta de materiales escolares e incluso una especie de centro de copiado, donde se hacen transcripciones, investigaciones para trabajos escolares y se sacan fotocopias, son algunos de los negocios de estas mujeres. Estas experiencias mueven profundamente y reiteran que definitivamente los migrantes forzados tienen mucho que aportar en las sociedades de acogida.
De vuelta a ciudad de Panamá…
Otra realidad que me conmovió infinitamente por su complejidad cultural, fue la entrevista a dos de los cinco afganos que atiende el SJR en Panamá. Mohammad 1 y Mohammad 2 llegaron hace dos años, pero el primer año lo pasaron en un albergue donde uno de ellos cuenta que “nunca hubo una doctora”.
Mohammad 1 salió de su país “porque vio algo que no debía ver” y lo iban a asesinar si permanecía en aquel lugar. En su desesperación fue víctima del tráfico de personas. Pagó 25 mil dólares para que lo llevaran a Australia. Supuestamente la ruta sería Dubai-Brasil-Ecuador-Australia. Pero lo dejaron en Ecuador, donde tuvo que pagar 2000 dólares más para que lo llevaran a Panamá.
Mohammad 2 no habla casi español, pero me cuenta que tiene dos años sin hablar con su familia. Coloca su dedo sobre su cien y repite insistentemente que tiene mucho dolor de cabeza, que no puede dormir, pensando.
—Mira —me dice y se quita la gorra— yo antes no tenía cabello blanco, ahora cabello blanco porque estoy muy preocupado.
Ambos son mecánicos pero trabajan vendiendo inciensos, perfumes, jabones. Un hindú les dio 10 dólares para iniciar esta actividad. El resto de las personas al saber que son afganos les dicen que no los emplearán porque ellos llegaron para “traer bombas”.
Mohammad 1 y Mohammad 2 van casa por casa desde las 7am hasta las 4pm.  El trabajo se torna más peligroso porque van a vender a barriadas como San Miguelito. Ya los han robado tres veces con cuchillo y pistola. “Yo me vine para salvar mi vida, y ahora por unas zapatillas no la voy a perder”, dice Mohammad 1 mientras señala sus zapatos.
Cuentan que tienen el carnet de admisión a trámite pero con eso no pueden obtener el permiso de trabajo. La Oficina Nacional para la Atención de los Refugiados (ONPAR) tampoco les da información sobre cómo va el proceso.
Y si algo es definitivo es que ellos no se sienten bien en Panamá y la discriminación es muy marcada.
—No hay mezquita, si hay musulmanes es distinto. Mi cultura es distinta, no hay mi religión. Nosotros somos chiíes— dice Mohammad 1.
—Cuando pensamos me viene el dolor de cabeza— dice Mohammad 2.
—Usted es católica y no chía. Yo pienso que yo no le puedo molestar porque usted es humano— concluye Mohammad 1.

Minerva Vitti
Responsable de Comunicación
Servicio Jesuita a Refugiados Latinoamérica y El Caribe
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