La Royal Philarmonic Orchestra repasaba para melómanos y mitómanos de Star Wars los mejores fragmentos musicales de la saga de Lucas. Entradas en el bolsillo, y nervios en el estómago de mi hijo mayor, cogimos carretera y manta en dirección a Madrid. A mitad de camino, con un refresco en vaso de cartón, unas patatas fritas en un sobre de papel, y una hamburguesa que se desparrama por todos lados en una fiambrera de usar y tirar, ejecutamos la sana costumbre de hablar de nuestras cosas. Al pagar me dieron una camiseta que en su tela premiaba “Al mejor papá del mundo”. Así, literal. Pregunté si era una edición exclusiva. También miré a mi hijo, por si había sido idea suya. “No” y “No”, fueron las respuestas que me dieron entre sonrisas, silencios y miradas. “Lo intuía, pero es que me hacía ilusión”, respondí con palabras y risas.
Hoy me he levantado después de que mi despertador haya tenido que trabajar por duplicado. Ha cumplido puntual con su obligación, pero el sueño caprichoso que me vence, le ha obligado a trabajar dos veces, a repetir metódico y contundente la acción completada nueve minutos antes. En el fragor de la batalla por la vigilia, me he encontrado una medalla de oro en el lavabo de mi casa. Era grande, dorada y con un número uno en una de sus caras. No lo he soñado. Seguro. Por si acaso, preguntaré luego a mis hijos si es para mí y si es edición exclusiva. Me temo que una marca de chocolatinas que se anunciaba en la otra faz de la medalla no habrá tenido en cuenta ese pequeño detalle.
Javier fariñas
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