Si por algo admiro a Romero es porque fue capaz de escuchar a Dios olvidándose de sus prejuicios e ideas. Salió de su mundo y sus tareas para vivir volcado en las necesidades de los más débiles. Desde que dejó que la realidad entrara en su corazón –y su oración- se fue enamorando, o mejor dicho reencontrando, con su pueblo, y pudo reconocer en él a los favoritos de Dios.
Miles de personas escuchaban cada domingo sus homilías emitidas por radio. Hablaba de Dios y del pueblo. Predicaba una Buena Noticia arraigada en su realidad y sus esperanzas. Fue voz de los campesinos explotados y altavoz de las injusticias que el gobierno acallaba. Fue la conciencia de muchos que tenían la suya dormida, y sus intereses como único criterio –los que con un disparo en el corazón creyeron acallar también aquella nueva conciencia.
No puso en riesgo su vida porque fuera valiente o intrépido; al contrario, siempre fue tímido e inseguro, aunque consciente del probable final de su vida. Pero no podía renunciar ni a su fe ni a lo que ella le empujaba. No podía dar la espalda a la realidad sufriente que veía a diario.
Muchas veces me pregunto dónde están los Romero de hoy. A cuántos dejo de escuchar para no recordar demasiado a menudo que éste sigue siendo un mundo esencialmente injusto. Para no inquietarme con la idea de que estoy entre los privilegiados que consciente o inconscientemente dejamos al margen a muchos hermanos nuestros, privándoles de sus recursos y sus oportunidades de cambio.
Pero también aprendo en Romero que mirando la realidad desde Dios, mi vida puede transformarse. Que mirando a los hombres y mujeres como hermanos puedo descubrir el sentido profundo de palabras como encarnación, bienaventurados, misericordia, justicia. Que las decisiones que cambian de verdad mi vida no dependen de mis fuerzas, sino de dejar que Dios haga en mí. Un Dios que se hace doblemente presente en mi vida desde la oración y el mundo. Dos caminos que nunca pueden separarse y que unidos me invitan a tomar partido en este mundo injusto desde mis posibilidades, capacidades y limitaciones. Y sobre todo Romero me recuerda que el Dios en el que creo es un Dios de esperanza y vida, para el que la muerte y el sufrimiento nunca tienen la última palabra, sino su deseo de salvación para todos los hombres.
[Monseñor Oscar A. Romero fue asesinado el 24 de marzo de 1980]
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