La literatura sobre las mujeres –tanto feminista como antifeminista– es una larga meditación sobre la cuestión de la naturaleza y génesis de la opresión y la subordinación social de las mujeres. No es una cuestión trivial, puesto que las respuestas que se le den condicionan nuestras visiones del futuro y nuestra evaluación de si es realista o no la esperanza de una sociedad sexualmente igualitaria.
Gayle Rubin
Hoy, 8 de marzo, las mujeres estamos de “fiesta”. Es el Día Internacional de la Mujer y este año se conmemora el centenario de la existencia de esta celebración, que estuvo vinculada en sus orígenes al movimiento obrero, por lo que, al principio, se llamó Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Prefiero la denominación más reciente, porque hablar de la mujer trabajadora es ambiguo e insuficiente. Ambiguo, porque, a menudo inconscientemente, se tiende a considerar como trabajadoras solo a las mujeres que “cobran” por trabajar, lo que significa olvidar el trabajo gratuito que realizan las mujeres, casi siempre en el hogar, pero también fuera, invisibilizando la explotación económica que supone y sus consecuencias negativas para las propias mujeres. Insuficiente, porque la lucha por la igualdad incluye la esfera económica, pero abarca toda la realidad, pública y privada.
Luchar por la igualdad no es negar las diferencias entre los seres humanos, sino evitar que estas sirvan como criterio para establecer jerarquías, dando lugar a situaciones de opresión-subordinación de cualquier grupo humano. Es luchar por el reconocimiento de la plena humanidad de todas/os, con lo que ello significa en todos los ámbitos de la vida.
Sería fantástico no tener que hacerlo –luchar por la igualdad, quiero decir–, por haber conseguido el objetivo, pero todas las sociedades andan muy lejos de apuntarse tal logro. Sería fantástico poder prescindir en este día de toda voz reivindicativa, por innecesaria, y que la fecha fuera pura fiesta con-memorativa, es decir, un día para recordar-en-compañía a las mujeres que, a lo largo de los siglos, hicieron posible un mundo sin desigualdades de género, pero todavía falta mucho para eso.
Por tanto, hoy, 8 de marzo de 2011, es preciso seguir señalando las escandalosas situaciones de desigualdad que soportamos las mujeres de todo el mundo, que en muchos casos “culminan” en feminicidios, que no son más que el síntoma más llamativo, la punta del iceberg, de la enfermedad social del sexismo y ante los que, a menudo, se reacciona con impúdica indiferencia. Mientras tengamos que reivindicar nuestra plena humanidad, la alegría de este día es y seguirá siendo una alegría contenida.
No obstante, es importante hacer memoria, recordar, girar la cabeza, buscar en el pasado las causas de nuestra realidad presente y empezar a responder las incógnitas sobre el futuro. Y la cuestión ineludible, no solo en un día como hoy, sino en la actualidad, en sentido amplio, es si la esperanza de las mujeres en un mundo mejor, sin sexismo, es una esperanza vana.
La antropóloga Gayle Rubin, autora de la cita que encabeza este post, respondió así a esta pregunta, hace más de veinticinco años: “Lo que es más importante, el análisis de las causas de la opresión de las mujeres constituye la base de cualquier estimación de lo que habría que cambiar para alcanzar una sociedad sin jerarquía por géneros. Así, si en la raíz de la opresión femenina encontramos, innatas en los hombres, agresividad y tendencia al dominio, el programa feminista requeriría lógicamente ya sea el exterminio del sexo delincuente o bien un programa eugenésico para modificar ese carácter. Si el sexismo es un producto secundario del despiadado apetito de beneficios del capitalismo, entonces se marchitaría en caso de una revolución socialista exitosa. Si la histórica derrota mundial de las mujeres sucedió a manos de una rebelión patriarcal armada, es hora de que guerrilleras amazonas empiecen a entrenarse en los Adirondacks[1]”. Es decir, que las soluciones a los problemas están directamente relacionadas con sus causas.
Por eso, precisamente hoy, me pregunto si los muchos que apelan a la naturaleza para explicar e, incluso, defender la real subordinación de las mujeres –sea cual sea el eufemismo con el que se intente disimular– y nos animan a asumir y aceptar nuestra “natural” condición de subordinadas se dan cuenta de lo que dicen, porque no solo reducen al ser humano a pura biología, negando precisamente su humanidad, sino que invitan –indudablemente, sin pretenderlo– al exterminio del “sexo delincuente”, porque lo que está claro, desde los comienzos de la vida humana, y como la historia demuestra, es que las mujeres, seres humanos plenos, ni podemos ni queremos ni debemos aceptar la subordinación. De acuerdo, lo del exterminio suena mal, muy mal, y no seré yo quien anime tal práctica, entre otras cosas, porque no pienso que la naturaleza sea la responsable de la secular subordinación de las mujeres ni que los hombres sean, por tanto, “naturalmente” delincuentes.
Creo que única manera de salvarse de la perpetuación de la barbarie es reconocer y aceptar algo que el feminismo afirma, con fundamentos, desde hace muchos años y que mucha gente se resiste a admitir, porque pone en tela de juicio sus privilegios… Y es que la subordinación de las mujeres es histórica y cultural, es decir, no natural –y, por tanto, tampoco fruto de la voluntad divina–, sino construida y, por tanto, algo que se puede y se debe erradicar. ¿Cómo? Cambiando la cultura, algo posible y necesario. No es ni será tarea fácil, ni a corto plazo, pero saber que es posible nos da motivos para la esperanza.
[1] Macizo montañoso de los Estados Unidos en el noroeste del estado de Nueva York.
María José Ferrer Echávarri
En carne viva
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