EDITORIAL VIDA NUEVA | El amor por toda la creación impregna de manera muy clara el pensamiento cristiano. De ese amor rebosan ya las páginas del Génesis. La historia de la Iglesia es rica en la variedad de ejemplos con los que sus hijos e hijas han ilustrado a lo largo de los siglos ese amor por la obra de Dios. Un amor –que ha de traducirse en respeto y salvaguardia de la naturaleza– que no responde a meros criterios estéticos, sino auna exigencia moral que proviene de saber que el medio ambiente que compartimos con tantas otras criaturas es prueba palpable de un designio de ese otro amor que nos precede y que nos llega directamente de Dios.
Sin embargo, la cuestión del cuidado de la creación no aparece entre las urgencias pastorales de la Iglesia. Y eso que el cuidado del medio ambiente es cada vez más una tarea ineludible para cualquier persona con un mínimo de información. La degradación del planeta, fundamentalmente debido a la acción depredadora del hombre (la interpretación literalista del “someted la tierra” sigue provocando estragos), ya es causa de muerte y pobreza en numerosos lugares, y una amenaza fundada para la propia supervivencia en él.
Es verdad que el magisterio eclesial es suficientemente rico en pronunciamientos y reflexiones. Incluso puede afirmarse que, cuando nadie lo hacía, la Iglesia ya mostraba su preocupación por el cuidado y atención de la naturaleza. El planeta era ya la casa común de toda la familia humana.
Sin embargo, a pesar de todo ese caudal teórico, no es hasta hace muy poco cuando realmente comienzan a encenderse las alarmas y a apresurarse a tomar medidas también pastorales –aunque muy tímidas– que incidan en la necesidad e importancia de abordar la cuestión del cuidado de la creación. Era la llamada a la“conversión ecológica” que en su día realizó Juan Pablo II. Se trataba –y trata, pues es mucho el camino que queda por recorrer– de crear una fundamentada conciencia de que la persona, desde su respeto por ella misma, tiene también una responsabilidad muy clara sobre el cuidado de la naturaleza.
Pero todavía está muy extendida entre nosotros la idea de que la degradación ecológica es algo inevitable, que se debe a fenómenos naturales sobre los que nada podemos hacer. Sin embargo, no es así. Hace dos años,Benedicto XVI, en su discurso ante el Cuerpo Diplomático, ponía nombre y apellidos a la causa que más hace hoy peligrar la creación, “la vigente mentalidad egoísta y materialista”. Es decir, la misma que está detrás de esta crisis planetaria, y que llevó al Pontífice a compartir con todos los embajadores acreditados ante la Santa Sede “la gran preocupación” que le causa personalmente “la resistencia de orden económico y político a la lucha contra el deterioro del ambiente”.
Por todo ello, ya no se justifican –salvo por una insensibilidad manifiesta– recelos ante la presencia de las cuestiones de la ecología en los planes de pastoral. No es un tema exótico ni baladí. Es una opción ineludible, como lo es la defensa de la vida. Y un desafío que nos interpela también de cara a las nuevas generaciones y ante la nueva evangelización.
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