Este mundo es la puerta cerrada. Es una barrera y, al mismo tiempo, es también el paso.
Simone Weil
La palabra agonía es de origen griego y significa contienda, lucha. En quien agoniza compiten la vida y la muerte, pero no lo hacen en igualdad de condiciones, porque, al final, siempre vence la muerte. Visto así, se podría decir que todas/os somos seres agonizantes desde que nacemos, pues de una manera u otra luchamos cada día para no morir de hambre, de frío, de enfermedad…, aunque sepamos, por otro lado, que la única certeza que tenemos y compartimos es la de que tarde o temprano moriremos, por más medios que pongamos para evitarlo. Pero normalmente no solemos tener tan presente nuestra condición mortal y hablamos de agonía para referirnos a ese proceso “fronterizo” que precede a la muerte, cuando esta no es repentina. Un proceso, a menudo, largo y angustioso.
Cuando un ser querido agoniza, el tiempo transcurre al ritmo de su respiración. Las horas pasan lentas –es casi imposible no ser consciente de cada minuto, de cada segundo– y, al mismo tiempo, avanzan a velocidad de vértigo acercando el momento de la despedida. Cuando un ser querido agoniza, el mundo se reduce a la habitación donde yace, a esas cuatro paredes donde cohabitan la vida y la muerte.
Mi padre está en esa habitación. En el mismo hospital donde nacimos sus hijas/os. He pasado unos días y algunas noches junto a él, pero ahora estoy a cientos de kilómetros, porque las obligaciones laborales no entienden de agonías. Estoy tan lejos que, si condujera sin parar, tardaría más de seis horas en recorrer la distancia que nos separa. Pero, en realidad, estoy allí, porque mi mente y mi corazón no se han ido de su lado. Todo lo que sucede fuera de esa habitación me parece lejano –aunque pueda verlo con mis ojos y tocarlo con mis manos–, casi ficticio, una especie de sucedáneo de realidad carente de sustancia y de hondura, un escenario en el que me encuentro más como espectadora desinteresada que como personaje. Me levanto cada mañana y hago lo mismo que hace unas semanas, pero estoy como ausente.
Los médicos dicen que mi padre no sufre, aunque es difícil creerles viendo la tristeza de su rostro y oyendo hora tras hora, día y noche, su respiración, entrecortada y difícil, y sus quejumbrosos gemidos. Dicen que su inconsciencia es total, pero si le cogemos de la mano, aprieta con fuerza. No sé si nos oye, pero le hablamos, a veces en voz alta, a veces también en silencio. Y yo sé que lo nota, que nuestra voz, suene o no, y nuestra presencia le tranquilizan.
Se dice todas/os morimos solas/os, pero no es cierto. Todas/os, no. No podemos evitar a nadie la experiencia de su propia muerte, pero se puede estar cerca, muy cerca, y compartir con quienes mueren ese tiempo-frontera que es la agonía. Podemos evitar que sea un tiempo de soledad, con nuestra compañía, y un tiempo de dolor, con los muchos medios que la ciencia, hoy, tiene para paliarlo. No podemos cruzar el umbral con ellas/os, esa puerta cerrada y abierta al mismo tiempo, al otro lado de la cual nadie sabe lo que hay, salvo que la traspase, pero podemos acompañarles hasta el mismo quicio. Yo, ahora, acompaño a mi padre desde lejos. Le sigo hablando. Y sé que me oye. Le tomo de la mano. Y sé que me siente.
Llevo semanas intentando escribir sobre otras cosas, pero no puedo. Dice el evangelio que de lo que rebosa el corazón habla la boca. Y mi corazón está con mi padre en esa habitación donde hace tres días le di el último beso.
María José Ferrer Echavarri
En carne viva
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