Ya desaparecieron hace siglo y medio los Estados Pontificios. Bien pudiera ahora dejar de existir el Estado vaticano con su curia. Hemos preguntado a un grupo de expertos qué creen que ocurriría si eso sucediera. La respuesta general es que más bien poco, aunque con matices.
¿Y si el Vaticano no existiera?
No esperemos un nuevo Garibaldi
Alfredo Tamayo Ayestarán
Considero que la pregunta propuesta tiene por referente el Vaticano como un Estado soberano, con su territorio, con el Papa como autoridad absoluta, con su gobierno de cardenales, su constitución, sus tribunales, un cuerpo diplomático acreditado. Entiendo en consecuencia que el término Vaticano no tiene como referencia al Papa como portador de lo que llamamos “carisma de Pedro”. Estaría por tanto justificado que un creyente puede afirmar que cree en el Papa pero no en el Vaticano.Para poder responder de modo adecuado a la pregunta es indispensable mirar a la historia. Nos dice que el obispo de Roma –reconocido ya desde los primeros tiempos de la comunidad cristiana como “pastor universalis”, como instancia suprema de la fe y de la unidad de la Iglesia– no dispuso en cambio al principio de un patrimonio territorial ni reivindicó poder político alguno. Tuvo que llegar el derrumbe del Imperio Romano y el feudalismo medieval para que el obispo de Roma revistiera la figura de un soberano también temporal al modo de los otros señores y príncipes y se hiciera con un territorio y una superestructura política.
Como acontecimiento capital en la historia del papado hay que recordar la pérdida de los Estados Pontificios a mediados del siglo xix en la guerra en pro de la unidad italiana por obra de los Victor Manuel, Cavour y Garibaldi y siendo el pontífice romano Pío IX. Los pactos de Letrán en 1929 entre Pío XI y Benito Mussolini darían carta jurídica a este estado de cosas. Si una inmensa mayoría del pueblo católico vio en este acontecimiento una inmensa desgracia para la Iglesia y promovieron movimientos de masas al grito de “Viva el Papa Rey”, los años que siguieron pusieron en evidencia que esta pérdida de poder temporal había traído consigo un incremento notable del prestigio de la institución del primado romano. Papas como León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, gozaron de una autoridad moral desconocida. Si bien el Concilio Vaticano I quiso compensar la pérdida de poder temporal con una afirmación de poder espiritual, proclamando el dogma de la infalibilidad pontificia en 1870.
En el siglo xx el papa Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y el primer Pablo VI quisieron llevar adelante esa reducción de la estatura secular del pontificado romano y a la vez alejar de la institución papal el carácter de soberano espiritual absoluto heredado del Concilio Vaticano I. A ello obedeció la insistencia en la colegialidad episcopal llamada a mitigar la inflación de la institución papal. El Papa debía ejercer su carisma en comunicación y gestión con el resto de los obispos del orbe católico y no sólo con la curia. Pablo VI fue el iniciador de esta doble tarea de ir aligerando el apartado secular vaticano y un poder espiritual inflacionado desde los días de Pío IX. Como dijo un eminente teólogo, “hemos llegado a un punto que hasta otorgamos infalibilidad al discursito que pronuncia el Papa los miércoles ante los fieles reunidos en la plaza de San Pedro”. Pablo VI eliminó la tiara o triple corona pontificia, redujo la ostentación cardenalicia, internacionalizó la curia y, sobre todo, puso en juego aquello que creyó Congar era el avance más importante del Concilio Vaticano II, la colegialidad episcopal. Convocó en Roma el primer sínodo de obispos. Fue un buen paso adelante. Pero nada más. El carácter hamletiano del papa Montini, la angustia por las defecciones sacerdotales y la edad vencieron en él. Juan Pablo I, el papa Luciani, quiso continuar la reforma del aparato iniciada por su predecesor, sobre todo en lo que a las finanzas vaticanas atañe, pero murió en el intento.
Ya con Juan Pablo II se abre un claro tiempo de contrarreforma en que el pontificado como poder es reforzado. Se apuesta por una Iglesia triunfalista, si bien en un momento de sinceridad el papa Woytila confesara que el modo de concebir el ministerio de Pedro necesitaba ser sometido a revisión ya que constituía el obstáculo máximo para la unión de las Iglesias. El papa Ratzinger parece seguir la línea de contrarreforma del papa polaco.
Hoy no miramos ya a los sucesos de 1870 para aprender su lección. El aparato secular en el que se movía el Papa reducido a mínimos redundó en un aumento de calidad evangélica. Si el primado romano dejara de ser un jefe de Estado con todo el lastre secular que implica y se acercara al modelo de los primeros siglos, la Iglesia católica daría un paso decisivo para ser de veras Iglesia de Cristo sin necesidad de que un nuevo Garibaldi lo imponga.
Ciervo
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