Thursday, March 01, 2012

Una misma condición

Hay que afirmar que una bautizada que no fuese feminista no sería una auténtica cristiana en lo que a su postura se refiere respecto de su sexo y de sí misma.

Lili Álvarez

Ayer, mi grupo de reflexión teológico-feminista tuvo su reunión mensual. Acudimos unas pocas, porque el invierno y otros achaques, no siempre atribuibles a la edad, dejaron a algunas en sus casas u ocupándose de cuestiones más urgentes. Estoy segura de que si vertiera en esta pantalla de ordenador tan solo algunas de las reflexiones y vivencias compartidas ayer, este texto lo ganaría todo en riqueza y profundidad, pero una de las características que hacen más valioso al grupo es que todas sabemos que lo que en él se dice no sale de sus fronteras, excepción hecha, claro está, de los frutos que en cada una da lo que recibe de las otras y su propio trabajo personal para preparar los temas. Así que, aunque las de mis compañeras y amigas fueron mucho más interesantes, me limitaré a compartir algo de mis propias reflexiones.

El trabajo de este mes giraba en torno a la existencia cristiana en clave feminista. El texto de estudio, de la teóloga Lucía Ramón, ofrecía muchas posibilidades de profundización, pero preferí centrarme en lo que a mí me parece la premisa sin la cual no es posible hablar de existencia cristiana en clave feminista o lo que quizá no sea lo mismo, pero se le parece mucho, la existencia feminista en clave cristiana. Me refiero a la compatibilidadentre feminismo y cristianismo, es decir, a la posibilidad de ser cristiana y feminista sin que ninguna de las dos condiciones quede mermada, desfigurada o contaminada –en sentido negativo– por la otra.

Esta posibilidad que, para mí, es más que evidente, no resulta tan obvia para todo el mundo. A menudo, cuando digo que soy cristiana y feminista, la gente me mira con extrañeza, como si fueran términos contradictorios e irreconciliables. Tanto es así, que las feministas cristianas solemos despertar recelo en algunas –no todas– feministas ateas o agnósticas, como si nuestra condición de cristianas nos impidiera ser feministas-feministas, y más que desconfianza en la mayor parte de la iglesia, jerárquica y no jerárquica, como si nuestra condición de feministas nos impidiera ser cristianas-cristianas.

No puedo evitar acordarme de que, cuando María Zambrano llegó a Méjico, fue contratada para dar clase de filosofía en una escuela o instituto. Una vez allí, las autoridades académicas descubrieron que la exiliada republicana era de izquierdas, sí, pero cristiana, lo que les creó no poco desconcierto y una cierta desilusión, porque habían supuesto que una republicana de izquierdas no podía ser cristiana. Imagino que muchos otros, en España, también pensaron que si era cristiana, no podía ser republicana y de izquierdas… Lo cierto que es que, en y para ella, no eran términos contradictorios. Quizá, incluso, se alimentaban mutuamente.

La conexión entre feminismo y cristianismo, es decir, la conexión entre emancipación-liberación de la mujeres y valores evangélicos ha sido ensombrecida a lo largo de los siglos por la institución eclesiástica y por la teología tradicional, ambas de claro corte patriarcal en su estructura y contenido, respectivamente, lo que ha contribuido tristemente a sostener y justificar la sumisión femenina no solo en el seno de la iglesia, sino en la sociedad, y a distorsionar el Evangelio. Parte de la tarea de la Teología Feminista es visibilizar esta historia de opresión de las mujeres en las iglesias, pero también la historia de sus experiencias liberadoras fundamentadas en su fe, unas experiencias que, sin duda, han pasado y pasan por una actitud crítica ante cualquier poder, religioso o no, que oprima e impida su plena humanidad, imagen plena de la Divinidad.

Descubrir la conexión entre los valores evangélicos y el feminismo, y su interacción –baste recordar la Declaración de Seneca Falls en la convención organizada por Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton, por poner un ejemplo de los albores del movimiento feminista– es descubrir que el Evangelio puede inspirar el pensamiento y la acción feministas, y que el feminismo puede actualizar el pensamiento y la acción evangélicos. Un hallazgo que sin duda libera, pero también compromete, y mucho. Asumir esta conexión en la propia vida pone en la no siempre fácil tesitura de discernir y, a la postre, rechazar como ajenas a la voluntad divina algunas ideas, actitudes y comportamientos que, tradicionalmente, se han considerado de pura ortodoxia cristiana. Supone, entre otras cosas, adoptar la lucha contra la desigualdad y la discriminación de las mujeres como práctica liberadora cristiana; significa colocar al patriarcado entre los principados ypotestades contrarios a la acción del Espíritu; introduce el sexismo en la lista de los pecados capitales, e invita a las mujeres a una reflexión seria sobre nuestro modo de ser y de estar en la iglesia en la que fuimos bautizadas y a la que pertenecemos con todo derecho y con toda responsabilidad. O fuera de ella.

Ser consciente de la conexión entre feminismo y Evangelio hace que me tome más en serio mi compromiso como feminista y como cristiana, que lo asuma con mayor libertad y con mayor independencia, sin atender a quienes se empeñan en separar lo que en mí y para mí es una misma condición.


María José Ferrer Echávarri

En Carne Viva
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