Un chico indígena, capturado y exhibido como un animal en jaula. El encuentro con los salesianos que lo salvaron y lo llevaron de nuevo con su pueblo
LUCIANO ZANARDINIASUNCIÓN
Algunas historias, sobre todo si terminan bien, pueden emocionarnos y transmitirse para que las personas puedan aprender de ellas. La historia en cuestión se desarrolla en Paraguay, en la época en la que los Estados Unidos comenzaban a planear el alunizaje y cuando los europeos reconstruían sus ciudades y creaban los fundamentos del “boom” económico. En Paraguay, en cambio, se otorgaba la licencia militar com premio para los soldados que mataban a los Moros, que es como llamaban a los temidos indígenas Ayoreo, habitantes de la selva y grandes cazadores. Cuando la diversidad da miedo. Los indígenas, como escribió el antropólogo Miguel Chase Sardi, son conocidos «por lo que no son, no por lo que son; por lo que no tienen, no por lo que tienen».
En 1956, algunos hombres del Alto Paraguay vieron a un grupo de indígenas Ayoreo (no habían tenido nunca contactos con el exterior) y los siguieron; lograron capturar a uno de ellos, un chico de entre 10 y 12 años. Lo metieron en una jaula y fue expuesto como trofeo en el puerto de Asunción, en donde se convirtió en una atracción, una especie de animal de zoológico, por la que se pagaba un boleto. No hay que tener mucha inspiración para imaginar las cosas que pasaban por la mente de ese chico, catapultado en pocas horas hacia un contexto completamente diferente lejanísimo del suyo. Lloraba, pero nadie podía comprenderlo, le habían quitado todos sus puntos de referencia, desde sus padres hasta los ancianos, pasando por el territorio selvático, insidioso pero indispensable para su vida. Pensaba que estaba condenado a muerte y esperaba su fin: en esa jaula estrecha habían encarcelado sus sueños, los sueños de un niño de la selva.
Pero no todo estaba perdido. El salesiano italiano Pedro Dotto (que murió hace algunos años) pidió al gobierno que le dieran la custodia del niño para regresarlo a la selva. La operación fue larga y difícil, sobre todo porque los Ayoreo temían a los “coñones” (a los blancos). En esos años, el pequeño indígena, que se había ido con los salesianos primero a Puerto Guaraní y después a Puerto Casado, iba aprendiendo el español, se vestía y comía como los blancos. Mientras tanto, el padre Dotto bautizó al joven con el nombre de José, el mismo nombre del indígena que en 1600, al esculpir la imagen de la Virgen, hizo que naciera la devoción mariana en el Santuario de Caacupé, símbolo del país. En 1962 los primeros grupos de indígenas Ayoreo salieron de la selva, entregaron las armas y se presentaron en Fortín Bautista, en donde desde siempre había habido misioneros. Obviamente, José no se encontraba a gusto durante el primer encuentro con el propio pueblo, porque había perdido algunas costumbres culturales, sobre todo comer el alimento del monte con las manos.
El Vicariato apostólico del Chaco comprendió la situación de estos primeros grupos de Ayoreos (vivían de la caza, pero la fauna comenzaba a faltar) y compró un lote de alrededor de 20 mil hectáreas, en donde fundó la primera misión Ayoreo, que se llama Puerto Auxiliadora. Las exploraciones en el Chaco en búsqueda de la familia del chico, después de veinte años, dieron su fruto, que culminó con el abrazo conmovido se la madre, pero, desgraciadamente, José no pudo ver a su padre ni a su hermana, porque ya habían muerto.
José Iquebi Posoraja (su nombre completo) hoy recibe una pensión por lo que sufrió y vive con su grupo itinerante. Gracias a la Constitución de 1992, con el estudio y con la paciencia necesaria la cuestión indígena ha ido avanzando un poco. Actualmente en Paraguay (que tiene una diversidad de 20 etnias, subdivididas en 400 comunidades, por un total de 120 mil personas) todavía hay indígenas escondidos en la selva, lejos de todos y protegidos por el estado, para que no se pueda repetir lo que sucedió con Iquebi, que fue arrebatado entre lágrimas de sus padres. ¿Su culpa? No haber sido como los demás.
Vatican Insider
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