Algunos no quieren oír hablar de reforma ni de cambio ni de ruptura y, mucho menos, de revolución. Por muy tranquila que sea. Pretenden que, con el Papa Francisco, todo sigue igual que antes. O con simples retoques en las formas y en los signos. Son los que estuvieron durante estos últimos 30 años dirigiendo el cotarro eclesiástico, imponiendo su pensamiento único y ocupando todos los espacios, sin dejar la más mínima oportunidad al sano pluralismo eclesial.
Impusieron el miedo y se creyeron en posesión de un poder eterno. No quieren primaveras. Pero haberla hayla...Como dice un amigo, "o este Papa deja de dar sorpresas diarias o a algunos les va a dar algo".
El cambio es tan profundo y tan rápido, que casi no nos damos cuenta. Hace sólo unas cuantas semanas, si un obispo o un teólogo se le ocurriese decir que "la Iglesia tiene que ser pobre y para los pobres", los tira-piedras de turno lo acusarían de radical, de teólogo de la liberación (despectivamente, claro) e, incluso, de hereje. Hoy, lo dice el mismísimo Papa y lo repite sin cesar. Y los tira-piedras se rasgan las vestiduras por dentro, pero se muerden la lengua. ¡Uf, qué daño...!
Hace unas semanas, abarazar al Papa era poco menos que un sacrilegio. Hoy, es el papa el que se lanza el primero a abrazar. Y abraza de verdad a cardenales, enfermos, niños, políticos, líderes religiosos, amigos,curas...
En pocas semanas, el cambio está siendo brutal. Un cambio con profundas resistencias subterráneas entre los movimientos más conservadores. Un cambio que ha vuelto a ilusionar a la opinión pública y publicada, a la gente de la calle, a los cristianos de a pié, al común de mártires.
Los profetas de calamidades ya están pronosticando que todo va a cambiar cuando se termine la luna de miel del nuevo Papa, que calculan que va a durar un mes. O cuando tenga que reafirmar (que lo hará) los principios doctrinales innegociables. Se olvidan que, en esos principios innegociables, coincidimos todos los católicos y los aceptamos de corazón. Por lo tanto, no habrá desilusión...El Papa Francisco quiere cambiar la Iglesia y, con la ayuda de la gente de bien y de Dios, lo conseguirá.
Mientras tanto, los arribistas de siempre ya están virando hacia Roma. Vuelan las chaquetas. ¡Qué cambios tan espectaculares en algunos! No tienen rubor. Se olvidan que algunos tenemos memoria. Pero no nos vamos a dedicar a dejarlos en evidencia. No vamos a perder ni un minuto con sus desverguenzas. Es hora de disfrutar. Es hora de alegrarse. Pensábamos que no iba a llegar nunca la primavera, que llevábamos tanto tiempo pidiendo. El milagro se produjo y lo vamos a saborear a tope. Y arrimar el hombro. Con Francisco, el Papa de los pobres, el nuevo Juan XXIII.
José Manuel Vidal
RD
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