En todo el mundo han sido noticia las nuevas costumbres que el papa Francisco ha introducido en la imagen pública que el sucesor de Pedro ofrece ante el mundo. Nadie duda ya que el papa se parece cada día más a un hombre normal, sin los zapatos rojos de Prada y cada vez con menos indumentarias de ésas, tan llamativas como trasnochadas. Por supuesto, esto es de elogiar, Y expresa que este papa tiene una personalidad fuerte, original, ejemplar. Un papa es importante, no por su imagen pública, sino por su ejemplaridad. Es evidente que el papa Francisco tiene esto muy claro. Por eso lo admiramos, lo aplaudimos, lo sentimos más cerca. Y esperamos mucho de él.
Por supuesto, yo no soy quién para decirle al papa lo que tiene que hacer. ¿Quién soy yo para eso? De todas maneras, y con toda la modestia y humildad que me es posible, me atrevo a sugerir que solamente con simplificar la vestimenta y modificar algunas costumbres, se puede pensar que la Iglesia no se arregla. Será noticia, eso sí. Sobre todo entre personas y grupos más tradicionales. Algunos ya han puesto el grito en el cielo porque, el pasado jueves santo, el papa Francisco se atrevió a lavar los pies de dos mujeres. Da pena pensar que haya gente que, por semejante cosa, se alarmen tanto. ¿No sería más razonable pensar a fondo dónde está la raíz de los verdaderos problemas que sufre la Iglesia? Y, sobre todo, los problemas que sufre tanta gente desamparada, marginada y sin esperanzas de futuro?
Pues bien, planteada así la cuestión, lo que yo me atrevo a sugerir es que el la raíz de los problemas, que arrastra la Iglesia, no está en la imagen pública que ofrece el papa. La raíz está en la teología que enseña la Iglesia. Porque la teología es el conjunto de saberes que nos dicen lo que tenemos que pensar y creer sobre Dios, sobre Jesucristo, sobre el pecado y la salvación, etc, etc. Ahora bien, como sabe cualquier persona medianamente cultivada, la teología sigue siendo un conjunto de saberes que se han quedado demasiado trasnochados. Porque son ideas y convicciones que se elaboraron y se estructuraron hace más de ochocientos años. Y, como es lógico, en una cultura como la actual, cuando la mentalidad de la casi totalidad de la gente tiene otros problemas y busca otras soluciones, ¿nos vamos a extrañar de que las enseñanzas del clero interesan poco y cada día a menos personas? Yo estoy de acuerdo en que Dios es siempre el mismo. Y no se trata de que la gente de cada tiempo se invente el “dios” que le conviene a la gente de ese tiempo. Nada de eso. Se trata precisamente de todo lo contrario. Se trata de que nos preguntemos en serio si lo que enseñamos, con nuestras teologías y nuestros catecismos, es lo que Dios nos ha dicho. O más bien lo que enseñamos es lo que se les ha ido ocurriendo a una larga serie de teólogos, más o menos originales, que, en tiempos pasados, dijeron cosas que hoy ya sirven para poco.
Termino poniendo un ejemplo, que ilustra lo que intento explicar. En el “Credo” (nuestra confesión oficial de la fe), empezamos diciendo: “Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso”. Eso es lo que enseñó el primer Concilio ecuménico, el de Nicea (año 325). De otros calificativos, que se le podían haber puesto al Dios de nuestra fe, se escogió el de “todopoderoso”, Es decir, si optó por el “poder”, no por la bondad o el amor, que es como el Nuevo Testamento define a Dios (1 Jn 4, 8. 16). Pero no es esto lo que ocasiona más dificultades. El problema principal está en que, si se lee el texto original del concilio, el griego, lo que allí se dice es que los cristianos creemos en el “Pantokrátor”, que era el título que se atribuyeron a sí mismos los emperadores romanos de la dinastía de los “antoninos” (del 96 al 192), que dominaron la edad de oro del Imperio, y se igualaron a los dioses. Ahora bien, el “Pantokrátor” era el amo del universo, el dominador absoluto del cosmos. Una manera de hablar de Dios que poco (o nada) tiene que ver con el Padre que nos presentó Jesús. Y conste que este ejemplo, siendo importante, es relativamente secundario. Sin duda alguna, la teología necesita una puesta al día, que implica problemas mucho más graves que los zapatos del papa. Vamos a intensificar nuestra fe y nuestra esperanza en que el papa Francisco va a dar pasos decisivos en este sentido. En ello, los creyentes nos jugamos más de lo que seguramente imaginamos.
José María Castillo
Teología sin censura
RD
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