MADRID.
Que Adán fuera el primer hombre en pecar, no incluye ni supone de por sí que su culpa y el castigo por ella merecido, pasaran a afectar necesariamente a todos los hombres. Ni en el caso de haber sido él de veras el origen único de la humanidad entera, y no uno de los varios que postula el poligenismo.
No consta, por otra parte, que el Adán bíblico fuera constituido expresamente depositario de la salvación del género humano. Mucho menos alguno otro de los varios “adanes” en absoluto posibles.
Su condición de depositario sólo es presunción deducida a posteriori. Parecería que como forma instintiva de abrir vía de escape a la doctrina mantenida sobre la transmisión universal del pecado original. Lo digo principalmente por lo vigorizada que ha sido en los últimos tiempos, en los que se ha vislumbrado la posibilidad seria de que llegue la hora en que haya que rendirse al poligenismo. Como sucedió en su día con el heliocentrismo de Copérnico y Galileo.
Tampoco consta que la pérdida de la salvación pueda deberse a pecado ajeno, en vez de sólo al propio. Sino todo lo contrario: “No han de morir los padres por culpa de los hijos, ni éstos por culpa de los padres; sino que «cada cual morirá por su propio delito»”. Es máxima que no dejaría de ser obviedad inmediata y espontánea, aunque no la recogiera Dt 24,16. Tanto, que la he visto enarbolar con terquedad hasta por niños del catecismo.
Entiendo, en consecuencia, que debería convertirse en pieza del “museo arqueológico de la teología” la afirmación de la catequesis, un tanto primaria, de nacer todos los hombres manchados y reprobados por el pecado de Adán, igual que nacen en pobreza los hijos de padre que ha derrochado toda su fortuna.
“Primaria”, porque la comparación es inaplicable al vivir en estado de “amistad” con Dios. Por tratarse ésta de una situación anexa a la propia persona. No de bien acumulable fuera de ella en lugar físico, de suerte que pueda ser robado, perdido o trasmitido, como los tesoros materiales.
También debería remitirse al mismo museo, la explicación de la pérdida de ese estado a causa del principio de solidaridad social. Es el que fundamenta en la vinculación con el grupo, la imputación a todos sus miembros de la responsabilidad y consecuencias de los actos de sus progenitores o dirigentes.
Se trata de un principio que no llega a axioma, el cual, en cuanto tal, ha de cumplirse necesariamente siempre. Como, por ejemplo, el teorema de Pitágoras. Sino que no pasa, como mucho, de simple “presunción de ley” o “de solo derecho”. Sin llegar en absoluto a ser “presunción de hecho y de derecho”.
Porque no basta para dicha imputación con la pertenencia a un mismo grupo, y menos cuando ésta viene impuesta. De lo contrario habría base objetiva para “argüir de pecado” hasta al mismo Jesús, e imputarle los errores y desmanes de los dirigentes judíos, tanto los de su tiempo, como los del anterior.
Además de vinculación con el grupo, se requiere de vinculación con el propio acto imputado o incriminado, en virtud de libre adhesión personal al mismo. Ya con cualquier clase de asentimiento expreso o colaboración voluntaria en su realización, como la de Pablo en el apedreamiento de Esteban. Ya, al menos, con la aprobación tácita o implícita que se da en la pasividad y ausencia de la repulsa debida; la que en cada ocasión sea posible.
Es más: la libre adhesión personal puede generar ella sola cierta responsabilidad participada en actos incriminados a dirigentes de un grupo al que no se pertenece. Aunque ningún tribunal humano exija cuentas por ella. Sería el caso, por ejemplo, del que sin ser natural del país ni vivir en él, aplaudiera cualquier tipo de genocidio perpetrado por los gobernantes del mismo.
Que ambas vinculaciones se den lo más frecuente a la vez, no supone que sean lo mismo. Pero parece que no ha empezado a generalizarse la advertencia de su diversidad hasta hace poco. Y ello más bien en el campo político, en el que ahora se aprecia una mayor sensibilidad respecto de la distinción entre las dos vinculaciones. Quizá por el avance y robustecimiento de la conciencia democrática, operados en las gentes en los últimos tiempos.
Hoy, en concreto, ya no se admite por lo general, que todos resultemos ineludiblemente corresponsables de los errores y desmanes de nuestros gobiernos respectivos. La participación en esa responsabilidad se pone por lo común en quienes los eligieron; en quienes de entre éstos los mantuvieron a pesar de poder relegarlos; en quienes los apoyaron; y en quienes, habiéndolos o no elegido, transigieron con ellos sin elevar su protesta ni manifestar su repulsa en la medida de lo posible.
Lo mismo debería sostenerse respecto del pecado del primer hombre, aun en el supuesto de haber existido de veras un único “Adán”. La corresponsabilidad en tal pecado sólo debería afirmarse en quienes se adhieren a él con su propia conducta. Igual que cuando Jesús dijo a los escribas y fariseos, que a causa de sus propios crímenes, incluso el cometido “entre el santuario y el altar”, iba a recaer sobre ellos “toda la sangre justa derramada sobre la tierra” (Mt 23,34-35).
Aunque implícito en lo expuesto, quiero sin embargo subrayar expresamente que, de bastar la sola vinculación al grupo y darse éste, no podría excluirse a nadie del pecado original. Igual que del teorema de Pitágoras no puede ser excluido ningún triángulo rectángulo. Serían gratuitas las excepciones de Jesús y de su madre María, a menos que se afirmara que ellos quedaron fuera de la humanidad. Lo mismo que se afirma quedar fuera de los triángulos rectángulos los que no cumplen el teorema de Pitágoras.
Sería igualmente gratuito dejar de inculpar de la muerte de Jesús al pueblo judío descendiente del que la pidió a instancia de sus dirigentes (Mt 27,20). Digo “dejar de inculpar”, porque desde tiempos remotos lo venía haciendo la Iglesia. Incluso al rezar por él en la liturgia del Viernes Santo, considerándolo “pérfido” en base a dicha vinculación unitaria de grupo.
Que esta estimación y oración hayan pervivido hasta tiempo muy reciente, no secunda ya el infundado carácter axiomático del principio de solidaridad social. Es más: al haber sido el papa Juan XXIII quien dispuso su desaparición, para lo único que como mucho sirve ahora el dato, es para tenerlo en cuenta secundariamente, al hablar del alcance y el valor de la “tradición eclesiástica” y de los de la infalibilidad del Primado
Eclesalia
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