La Iglesia Católica celebra el Año de la Fe. Invita a los católicos a que cada uno, de acuerdo a su realidad y a su nivel, crezca en conciencia de la importancia de Jesucristo para ellos y para el mundo. Cabe entonces preguntarse: ¿cómo pueden las universidades católicas contribuir con lo suyo? Ellas son sujetos colectivos de fe: ¿tienen algo específico que aportar? ¿Pueden ser “creíbles” en una sociedad secular como la nuestra?
A nuestro juicio, es el Concilio Vaticano (1962-1965) el que da a las universidades católicas las orientaciones necesarias que facilitar a la Iglesia creer a esta altura de la historia y de la cultura. ¿Qué ocurriría si las universidades católicas celebraran el Año de la Fe como un evento que solo atañe a la piedad de sus integrantes? Dejarían de cumplir su misión. Por de pronto, no ayudarían a superar la brecha entre “fe y cultura” detectada por Pablo VI como el drama de nuestro tiempo (1975). Benedicto XVI, no por casualidad, ha vinculado ambas celebraciones: la del Año de la Fe con la de la inauguración del gran Concilio (2012).
El Vaticano II ha establecido que la articulación de la fe y de la razón constituye el quicio de la actividad universitaria. La Iglesia debe velar para que en las universidades “cada disciplina se cultive según sus propios principios, sus propios métodos y la propia libertad de investigación científica, de manera que cada día sea más profunda la comprensión de las mismas disciplinas, y considerando con toda atención los problemas y las investigaciones de los últimos tiempos se vea con más profundidad cómo la fe y la razón tienden armónicamente hacia la única verdad” (Gravissimum educationis, 10).
Pero la “cancha de juego” para el Concilio es mucho más grande. La actitud del Vaticano II ante el mundo actual fue extraordinariamente tolerante. La asamblea de los 2500 obispos lanzó puentes a todas las orillas: hacia las otras iglesias cristianas, las otras religiones, el judaísmo en particular, a los ateos, a todas las culturas y a todos los hombres. La intención pastoral, el querer llegar a “todos” y comprender lo que cada uno tiene para aportar, fue la nota característica. La convicción teológica a la base de este nuevo planteamiento fue la convicción de que Dios quiere y puede la salvación de “todos” sin exclusión (Gaudium et spes, 22). Si esos “otros” también son capaces de buscar y alcanzar la verdad, el diálogo, en cuanto convicción católica, se impone como el método universitario por excelencia.
Tan revolucionaria ha sido esta actitud de buena voluntad del Concilio hacia la humanidad diferente, que exigió replantear por completo la relación Iglesia-mundo. Desde el Vaticano II en adelante, ha sido posible, y necesario, entender que la Iglesia existe “en” el mundo. Ni delante del mundo ni menos en contra del mundo, sino “en” él, como una institución “mundana”, tal como otras necesitadas de los demás y, en su caso, obligada a discernir la Palabra viva de Dios en las palabras humanas históricas. La predilección que la Iglesia experimenta de parte de Dios, en ningún caso ha podido entenderse como un privilegio en el acceso a la verdad, pues esta siempre se busca con otros, especialmente cuando de ella depende la edificación progresiva de la sociedad en justicia y paz. Por esta vía la Iglesia del Vaticano II conjuró teóricamente las críticas a su intolerancia doctrinal y práctica. Sepultó, por lo mismo, las aspiraciones integristas de Cristiandad.
¿Cómo pueden entonces las universidades católicas celebrar el Año de la Fe en la era del Vaticano II? ¿Cómo debieran hacerlo cuando el nombre del Concilio en América Latina ha sido –por decirlo en breve- la opción preferencial por los pobres? Los católicos latinoamericanos –no sin enormes reacciones en contra- hemos comenzado a entender que la Iglesia de Cristo es la “Iglesia de los pobres”. Una Iglesia cuya misión es que los últimos, a saber, las víctimas de la injusticia y de la exclusión, sean los primeros.
En este escenario resulta distractivo pensar que la catolicidad de las universidades católicas se juega en las pastorales y en la fe personal de académicos y estudiantes. Esto es muy importante, pero secundario. Evidentemente que universidades católicas sin católicos son imposibles. Personas con la motivación de querer construir sociedades compartidas, de combatir injusticias y exclusiones, son indispensables y los cristianos son los primeros que, en razón de su fe religiosa, tienen la obligación de procurarlo. Pero “lo católico” en estas universidades no debiera depender primeramente de estas personas, sino de la búsqueda de la verdad entre todos los miembros de la comunidad universitaria a través del diálogo.
A mi entender, la celebración del Año de la Fe en las universidades católicas solo tiene sentido en las sociedades seculares como las nuestras, si ellas entienden que las coordenadas mayores de su misión las pone el Concilio Vaticano II, cuya recepción intelectual debe hacerse de acuerdo a la intuición mística y teológica de opción por los pobres de la Iglesia latinoamericana. Si la celebración universitaria olvida esta referencia, se apartará de lo que la Iglesia entiende por “fe” a esta altura de la historia. Si la Iglesia universal exige articular fe y razón, y fe y cultura, la Iglesia latinoamericana reclama como exigencia de credibilidad fundamental que estas articulaciones en las universidades se pongan al servicio de la articulación de fe y justicia.
Jorge Costadoat S.J.
Cristianismo en construcción
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